Parte hacia el río de la
Plata integrando la
expedición del adelantado Pedro de
Mendoza. Junto a él vive los horrores de la primera fundación de Buenos Aires.
Sus relatos, testimonios de un conquistador no español, se convierten en las
primeras crónicas de los territorios que luego serían Argentina y Paraguay.
Ulrico
Schmidel, Derrotero y viaje a España y Las Indias
(fragmentos)
Capítulo
5
Desde esta isla
navegamos después a una isla que se llama Riogenna (Río de Janeiro) y pertenece
al rey de Portugal y está situada a quinientas leguas de camino de la
sobredicha isla; ésta es la isla Riogenna en Las Indias, y los indios se llaman
Tupís. Allí estuvimos cerca de catorce días; entonces el don Pedro Mendoza hizo
que su propio hermano jurado que se llamaba Juan Osorio nos gobernara en su
lugar, pues él estaba siempre enfermo, descaecido y tullido. Entonces el
susodicho Juan Osorio fue calumniado y delatado ante su hermano jurado don
Pedro Mendoza como que él pensaba amotinarse junto con la gente contra él. Por
esto ordenó don Pedro Mendoza a otros cuatro capitanes llamados Juan Ayolas,
Juan Salazar, Jorge Luján y Lázaro Salvago que a susodicho Juan Osorio se le
apuñalara o se le diere muerte y se le tendiere en medio de la plaza por
traidor y que fuere pregonado y ordenado bajo pena de vida que nadie se moviere
pero si ocurriera que alguien quisiere protestar a favor del susodicho capitán,
entonces se le haría igual cosa. Se le ha dado la muerte injustamente, ello
bien lo sabe Dios; éste le sea clemente y misericordioso; fue un recto y buen
militar y siempre ha tratado
muy bien a los peones.
Capítulo
6
Desde allí zarpamos hacia el Río de la Plata y hemos
venido a un río dulce que se llama Paraná-Guazú y es extenso en la embocadura
donde se deja el mar, y este río tiene una anchura de cuarenta y dos leguas de
camino; desde Río de Janeiro hasta este río Paraná-Guazú son quinientas leguas.
Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel; donde los catorce barcos,
echaron anclas en este río Paraná. De inmediato ha ordenado y dispuesto nuestro
general don Pedro Mendoza con los marineros que las pequeñas esquifes se
condujeron a tierra la gente que se hallaba en los barcos grandes pues los
barcos grandes sólo podían llegar a una distancia de un tiro de arcabuz de la
tierra, por eso se tienen las pequeñas esquifes; a éstas se les llama bateles o
botes.Hemos desembarcado en el día de Todos los Tres Reyes en 1535 en el Río de la Plata; allí hemos encontrado un lugar de indios que se llaman los indios Charrúas y son ellos allí y eran alrededor de dos mil hombres hechos; éstos no tienen otra cosa que comer que pescado y carne. Éstos han abandonado el lugar y han huído con sus mujeres e hijos de modo que no pudimos hallarlos. El puerto donde están los barcos se llama San Gabriel. Éstos indios andan desnudos, pero las mujeres tienen un pequeño trapo hecho de algodón, esto lo tienen delante de sus partes desde el ombligo hasta las rodillas. Ahora mandó el don Pedro Mendoza a sus capitanes que se reembarcara a la gente en los barcos y se la pusiera o condujera al otro lado del río Paraná pues en este lugar la anchura del Parara no es más ancha que ocho leguas de camino.
Capítulo
7
Los susodichos Querandís nos han traído diariamente al real durante catorce días su escasez en pescado y carne y sólo fallaron un día en que no nos trajeron que comer. Entonces nuestro general don Pedro Mendoza envió en seguida un alcalde de nombre Juan Pavón y con él dos peones; pues estos susodichos indios estaban a cuatro leguas de nuestro real. Cuando él llegó donde aquéllos estaban, se condujo de un modo tal con los indios que ellos, el alcalde y los dos peones, fueron bien apaleados y después dejaron volver los cristianos a nuestro real. Cuando el dicho alcalde tornó al real, metió tanto alboroto que el capitán general don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge [Diego] Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta caballos bien pertrechados; yo en esto he estado presente. Entonces dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza a su hermano don Diego Mendoza, que él junto con nosotros diere muerte y cautivara o apresara a los nombrados Querandís y ocupara su lugar. Cuando llegamos allí sumaban los indios unos cuatro mil hombres pues habían convocado a sus amigos.
Capítulo 8
Y cuando nosotros quisimos atacarlos se defendieron ellos
de tal manera que ese día tuvimos que hacer bastante con ellos; mataron ellos a
nuestro capitán don Diego Mendoza y junto con él a seis hidalgos de a caballo,
también mataron a tiros alrededor de veinte infantes nuestros y por el lado se
los indios sucumbieron alrededor de 1000 hombres; más bien más que menos; y se
han defendido muy valientemente contra nosotros, como bien lo hemos
experimentado.
Dichos Querandís tienen para arma unos arcos de mano y
dardos; éstos son hechos como medias lanzas y adelante en la punta tienen un
filo hecho de pedernal. Y también tienen una bola de piedra y colocada en ella
un largo cordel al igual como una bola de plomo en Alemania. Ellos tiran esta
bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado que tiene que caer;
así con esta bola se ha dado muerte a nuestro sobredicho capitán y sus hidalgos
pues yo mismo lo he visto; también a nuestros infantes se los ha muerto con los
susodichos dardos.
Dios el Todopoderoso nos dio su gracia divina que
nosotros vencimos a los sobredichos Querandís y ocupamos su lugar; pero de los
indios no pudimos apresar ninguno. En la sobredicha localidad los Querandís
habían hecho huir sus mujeres e hijos antes de que nosotros los atacamos. Y en
la localidad no hallamos nada fuera de cuero curtido corambre sobado de nutrias
u Otter, como se las llama y mucho pescado y harina de pescado, también
manteca de pescado. Allí permanecimos tres días; después retornamos a nuestro
real y dejamos unos cien hombres de nuestra gente; pues hay buenas aguas de
pesca en ese mismo paraje, también hicimos pescar con las redes de ellos para
que sacaran peces a fin de mantener la gente pues no se daba más de seis medias
onzas de harina de grano todos los dias y tras el tercer dia se agregaba un
pescado a su comida. Y la pesca duró dos meses y quien quería comer un pescado
tenía que andar las cuatro leguas de camino en su busca.
Capítulo
9
Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas; y esto se supo; así se los prendió y se los dio tormento para que confesaran tal hecho. Entonces fue pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los condenara y ajusticiara y se los colgara en una horca. Así se cumplió esto y se los colgó en una horca. Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa y se hizo noche, aconteció en la misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y los pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido entonces que un español se ha comido su propio hermano que estaba muerto. Esto ha sucedido en el año de 1535 en nuestro día de Corpus Cristi en la sobredicha ciudad de Buenos Aires.
Manuel Mujica Láinez (1910 - 1984) fue un escritor, biógrafo, crítico de arte y periodista argentino. (de él, tu profe te recomienda “La casa” y la maravillosa “Bomarzo”)
Manuel
Mujica Láinez, El hambre, en
Misteriosa Buenos Aires
El hambre (1536)
Alrededor de
la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los
indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo
todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al
fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras
bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al
colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos
de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos
cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del
Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores.
Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de
manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más
allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra
maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos
de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar
de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de
las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los
arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. Así han
transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo
que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las
flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas
inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes
y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas
defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos. Don Pedro se
niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el
interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin
torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se
adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en
las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla
que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del
fundador.El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se
enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas
enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse
bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos
de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que
hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado
por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes,
de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con
sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiéra llegado aquel plañir
atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la
carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las
medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá
afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles
que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les
imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.¿Cuándo
regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al
Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la
comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el
rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el
pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y
verde. Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su
tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se
regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas
por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa
rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada
justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En
Morón de la frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó
que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían
diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta
hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de
duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en
palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo
las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a
la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el
Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah cuánto, cuánto
les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica
manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los
marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de
alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?El hambre le
nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El
hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no
lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el
uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha
ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de
un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su
madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera
ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no
lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en
dos y tiritar en un rincón de la tienda.El viento esparce el hedor de los
ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los
ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo.
Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los
dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...Toma su ancho cuchillo de
caza y sale tambaleándose.Es una noche muy fría del mes de junio. La luna
macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase
que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha
amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las
horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos
grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos
pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más... Pero de
repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y
el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias
inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de
Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los
Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de
Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto;
Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe
Andrea Doria. Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita lo observar
que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada
de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la
cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero
de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho
puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva
sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutría que le envanece tanto. A
este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de
Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el
viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su
animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que
ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban
bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le
dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia
del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía
a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien
venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de
hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le
obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada
del Príncipe Andrea Doña! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También
dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...Conversan los
señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando
las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta;
brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón;
y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en
las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los
aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.El
hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar más no lo consigue y cae
silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. Cuando recobró el sentido, se
había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Habla
callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó
pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo
veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo
la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico,
a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el
mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie.
Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don
Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de
oraciones. Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo
Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se
balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que
comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo
hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí
mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden,
con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de
una vez por todas ..... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de
una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y
suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se
hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En
Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que
levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo
desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por
fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae
encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la
caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe
ya si ha muerto el cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que
merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el
manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con
la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror
de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la
pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado
junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre
los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de
su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano,
entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte,
para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se
encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr
barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas,
como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.