De
“EL ALEPH”
Los dos reyes y los dos
laberintos
Cuentan
los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les
mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más
prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra
era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de
Dios y no de los hombres.
Con
el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia
(para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el
laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.
Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron
queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro
laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo
llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y
substancia y cifra del siglo, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto
de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a
bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde
murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.
La casa de Asterión
Y la reina dio a
luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro:
Biblioteca, III,I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y
tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son
irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus
puertas (cuyo número es infinito)[1]
están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el
que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los
palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no
hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay
una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la
casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que
no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás,
algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el
temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas,
como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un
niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La
gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo
de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No
en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi
modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un
hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es
comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no
ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y
los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al
carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al
suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha
cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el
que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya
veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente
los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado
sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar
es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es
del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de
fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he
alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo
entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son
infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero
dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado
Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme
casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que
yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías
de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno
tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y
los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son,
pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez
llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive
mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos
los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con
menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un
toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol
de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de
sangre.
-¿Lo
creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
Glosario
Agazaparse:
esconderse
Apolodoro de Atenas (s. III a C): historiador y mitógrafo a
quien los antiguos atribuyeron erróneamente la Biblioteca Mitológica, de autor anónimo y publicada entre los
siglos I y II d C. La misma es una de las más importantes fuentes de consulta
sobre la mitología de la Antigüedad.
Bizarro: en este
caso, usado por “adornado, gracioso”
Deplorar: lamentar
Detractor:
difamador, crítico, opositor.
Especie: en este
caso, “uso común de un tipo de discurso”
Estilóbato:
columna muy alta.
Grey: rebaño.
Misantropía:
retraimiento, hosquedad.
Plebe
(despectivo): pueblo
Redentor: salvador
Trivial:
insignificante
Emma
Zunz
El catorce de enero de 1922,
Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre
había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la
hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de
veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un
compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su
primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de
ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la
muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma
lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los
antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca
de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de
Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó
el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el
desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la
última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella
sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y
cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto
su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los
otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre,
contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club
de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y
deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que
comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie
esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres
le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de
tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la
despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en
aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas
horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el
Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba
la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió
esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss
los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y
recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa
final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el
sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió
al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la
había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto;
la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los
hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo
infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que
los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó
quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma
Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos
consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio
multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,
inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la
rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá
más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada.
El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una
escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con
losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después
a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque
en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del
tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para
mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito.
Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa
horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió,
en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español;
fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para
el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida
los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma
se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia
y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.
El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y
procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último
crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina
subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento
más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en
el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las
cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el
acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga
venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la
aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para
todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de
la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones;
en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio,
nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la
inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -,
pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto
para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor
un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia,
esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él
había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño
rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de
quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal
oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como
había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado
muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la
Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo
balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que
la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas
a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera
el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya
había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca
de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban;
Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la
barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi
padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor
Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le
recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco
del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero.
Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con
otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me
hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en
efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero
era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero
también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias,
la hora y uno o dos nombres propios.
De
“FICCIONES”
Las ruinas circulares
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio
la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie
ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las
infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña,
donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la
lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin
apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las
carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que
corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y
ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios
antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los
hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto.
Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos
y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad.
Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía
que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas
de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su
inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito
inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro
le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño
y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en
la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí
sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e
imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de
su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de
su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo
inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de
los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades
frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después,
fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un
anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de
alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a
muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas.
El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los
rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como
si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de
su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre,
en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se
dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una
inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el
universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura
que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su
doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción
razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían
ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora
también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de
horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó
con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de
rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho
tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas
pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la
catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto
viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y
comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable
lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse;
apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente
de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y
apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se
borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos
ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia
incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que
puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y
del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el
viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar
la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de
trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que
había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó
que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las
aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de
un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que
latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño
cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo;
con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo
percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a
observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde
muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar
con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo
satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón,
invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos
principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo
innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un
mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche
tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un
rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese
Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado.
Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le
hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del
río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un
potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua.
La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez
esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese
múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo
circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que
mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas,
excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le
ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo
despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo
glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el
soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que
finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto
del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la
necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También
rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una
impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran
felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más
raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez
le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera
en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces.
Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez
impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos
despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de
ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se
creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de
aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los
crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra,
tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras
ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen
todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo:
el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su
vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de
un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y
otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus
caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de
hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del
dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la
única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al
principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio
anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un
hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación
incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado
(que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago
temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por
rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo
prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota
nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que
tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que
herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias.
Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario
del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el
mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante,
pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a
coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de
fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin
calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que
él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
La forma de la espada
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra deplorable base económicá', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.
Funes el memorioso
Lo
recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un
hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura
pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde
el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo,
la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del
cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de
esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana
de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo
claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin
los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en
1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron
escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más
pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi
deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género
obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato,
cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo
suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro
Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un
Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que
era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, elThesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propaga en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o encantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, elThesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propaga en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o encantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
El testigo
En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto.
Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?
En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto.
Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?
APUNTE TEÓRICO: “LO BORGEANO”
Nació en Buenos Aires el 24 de agosto
de 1899. Por influencia de su abuela inglesa, fue alfabetizado en inglés y en
español. En 1914, viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde
cursó el bachillerato. Pasó en 1919 a España y allí entró en contacto con el
movimiento ultraísta. En 1921, regresó a Buenos Aires y fundó con otros
importantes escritores la revista Proa. En 1923, publicó su primer libro de
poemas, Fervor de Buenos Aires. Ya en
esa época comienza la afección ocular que finalmente lo llevaría a la ceguera,
a la que en alguna oportunidad llamaría "un lento crepúsculo que ya dura
más de medio siglo".
Desde su primer libro hasta la publicación de sus Obras Completas (1974), trascurrieron cincuenta años de creación literaria durante los cuales Borges superó su enfermedad escribiendo o dictando libros de poemas, cuentos y ensayos, admirados hoy en todo el mundo. Recibió importantes distinciones de diversas universidades y gobiernos extranjeros y numerosos premios, entre ellos el Cervantes en 1980. Su obra fue traducida a más de veinticinco idiomas y llevada al cine y a la televisión. Prólogos, antologías, traducciones, cursos y charlas dan testimonio de la labor infatigable de ese gran escritor, que cambió la prosa en castellano, como lo han reconocido sin excepción sus contemporáneos. Borges falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.
Desde su primer libro hasta la publicación de sus Obras Completas (1974), trascurrieron cincuenta años de creación literaria durante los cuales Borges superó su enfermedad escribiendo o dictando libros de poemas, cuentos y ensayos, admirados hoy en todo el mundo. Recibió importantes distinciones de diversas universidades y gobiernos extranjeros y numerosos premios, entre ellos el Cervantes en 1980. Su obra fue traducida a más de veinticinco idiomas y llevada al cine y a la televisión. Prólogos, antologías, traducciones, cursos y charlas dan testimonio de la labor infatigable de ese gran escritor, que cambió la prosa en castellano, como lo han reconocido sin excepción sus contemporáneos. Borges falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.
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“Todos esos símbolos –laberintos, espejos, espadas- están respaldados
por la emoción. Hay una parte de mi obra que puede parecer un juego, pero no
para mí”
Jorge Luis Borges
Mucho hay escrito sobre Borges… sin embargo,
consideramos deseable que te acerques a él desde donde nuestro autor lo hubiera
querido (porque ese fue, también, su camino): el de lector que descubre.
Es por eso que nuestra propuesta de trabajo se asienta en la lectura de algunas de sus obras y en
llegar a ciertas conclusiones que después trataremos de aplicar en un texto que
servirá para la evaluación final (con
perdón de Borges, que no era muy amigo de las evaluaciones en general J
)
Sin embargo, y para que puedas establecer
algunas relaciones, tal vez sea necesario que sepas cuáles son los tópicos
que aparecen de modo recurrente en sus obras (y si ya leíste algo
vas a poder establecer la conexión a partir de la lista que sigue):
1. El interés por la metafísica (rama
de la filosofía que indaga las causas, principios y componentes de la
existencia). Este punto es muy importante en Borges, abarca muchos aspectos
fundamentales de su estilo, a saber:
a. Su recurrencia en el tema de la imposibilidad
de conocer el todo. Por lo tanto, la totalidad es
innombrable; de ahí que ella resulte un desafío verbal que, como a todo buen
escritor, lo atrae y fascina por su propia naturaleza de no dejarse nombrar.
b. La
insistencia en lo ínfimo de la condición
humana: aquello que supere la medida humana, en tiempo o
espacio, es tomado como símbolo de lo infinito (ej.: la biblioteca). Lo
infinito es recurrente en Borges, pero como instrumento al servicio del
concepto de finitud.
c.
La realidad duplicada o multiplicada:
multiplicación que pone en discusión la certeza de nuestra cotidianeidad y nuestra capacidad de percepción, y que son
indicadores de nuestra esencia precaria. Los espejos, los recuerdos, los
sueños, los relatos, los libros, son “realidades inexistentes” que llevan a
cuestionar la propia existencia.
2. El
“efecto de veracidad”: El diseño de sus cuentos muchas
veces tiene la forma de una crónica de tono realista. En ellas abundan las
mezclas de personajes históricos y ficcionales, las fechas, los datos que se
presumen históricos, los datos eruditos, todo esto para lograr un mayor y más
contundente “efecto de veracidad” en el texto, y para, de alguna manera,
disimular su naturaleza ficcional, literaria (que muchas veces, al derivar en
relato fantástico, queda reforzado por
esta técnica).
3. La
fascinación por la paradoja (figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que
envuelven contradicción): en muchos relatos de Borges
aparecen ideas, tramas, finales, procedimientos literarios, personajes,
lugares, etc. que tienen una naturaleza paradójica. Dicho sea de paso, el
procedimiento borgeano de la enumeración caótica –ver ejemplos en El Zahir y en
Funes el memorioso- marcan, paradójicamente, que cuanto más intentemos nombrar
“la totalidad”, más nos alejamos de ella. Otra paradoja se encuentra en el
punto 2: sus cuentos son ficciones, pero están escritos como crónicas de hechos
que acontecieron en la realidad.
4. El
relato borgeano: muchos
textos de Borges no narran una historia, sino más bien parecen ser el
desarrollo de una idea filosófica, de una especulación fantasiosa: “qué pasaría
si existiera una biblioteca en ciertos términos”; se abandona entonces la
categoría de cuento para ingresar en el relato, donde se parte de que, en efecto, esa biblioteca
existe y entonces hay que describirla, minimizándose la narración para dar paso
a la especulación filosófica.
5. El
enfoque de los personajes: a
diferencia de muchos otros escritores, no puso tanto el acento en la voz de sus
personajes, en sus singularidades personales, sino que enfocó su atención en
las tramas y en los componentes metafísicos que las moldean y las vuelven
inolvidables. Del mismo modo eligió trabajar sus personajes a través de ciertos
aspectos esenciales de la naturaleza humana (el miedo, el coraje, el rencor, la
envidia, la insustancialidad); lo interesante en Borges es que sus héroes no
son arquetipos, ya que presentan aspectos contradictorios que los humanizan.
Privilegió moldear sus personajes partiendo de las inquietudes humanas que nos
atraviesan desde el origen. Como temática recurrente podemos observar en sus
personajes:
a.
El destino como entidad inexorable,
que trae una misión que cumplir y que el héroe literario acepta en un gesto que
lo dignifica. Esta aceptación justifica su vida, lo hace trascendente ante sí
mismo. Es este gesto de aceptación de su destino lo que lo inmortaliza como
héroe literario. El culto al coraje
de muchos de sus personajes se inscribe dentro de este tratamiento.
b.
El doble: la capacidad de ser otro,
la decisión de serlo, también aparece de modo recurrente. Es la otredad uno de los elementos que Borges
trabaja de modo recurrente para poner en juego las múltiples posibilidades de
ser, en un camino de elecciones que equipara a la vida con un laberinto en el
cual las elecciones, dentro de los términos estrechos que la vida ofrece (como
las paredes de un laberinto) constituyen nuestra entidad.
Si te fijás bien bien (pero muy bien) muchos de
estos tópicos y obsesiones borgeanas se relacionan estrechamente entre sí… y
eso precisamente es uno de los hallazgos interesantes que uno puede hacer sobre
un autor: ver por dónde va su escritura, leer sus producciones en serie,
intentando relacionarlas lo más posible, para descubrir, precisamente, qué hace
a la esencia de ese escritor que se está estudiando.
Ahora, ya estamos en condiciones de señalar una
frase, idea o palabra y de decir: “Sí, esto es re Borges”, sólo que la diferencia entre la manera en la que lo
decíamos antes –por intuición- y la manera en la que lo decimos ahora
–intuición más razón-, reside en que podemos apoyarnos en más de un fundamento
para decir que conocemos parte de la esencia de este escritor.
Decimos
esto para demostrar el marcado vínculo que existe entre los distintos tópicos
borgeanos, reforzando así la idea de que la producción global de un artista
puede analizarse como un todo coherente y orgánico.
[1] El original dice catorce,
pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral
vale por infinitos.