LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Montevideo, fines de 1970
EDUARDO GALEANO, Escritor y ensayista uruguayo,
1940
INTRODUCCIÓN:
CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA
La división internacional del trabajo consiste en que unos países se
especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy
llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde
los remotos
tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y
le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó
sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad
derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la
conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue
trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades
ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne,
las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los
países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana
produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores
que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en
julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso,
«hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en
plena época de la libre comercialización...» Cuanta más libertad se otorga a
los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los
negocios. Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para
el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de
ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los
mercados internos dominados. «Se ha oído hablar de concesiones hechas por
América Latina al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los
Estados Unidos al capital de otros países... Es que nosotros no damos concesiones»,
advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba
seguro: «Un país --decía- es poseído y dominado por el capital que en él se
haya invertido». Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de
llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como
pueblos nuevos, un siglo antes de que los peregrinos del Mayflower se
establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada
más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub -América,
una América de segunda clase, de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las
venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha
trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal
se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra,
sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad
de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo
de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente
determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del
capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio
del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la
cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y
que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los
países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la
explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes
internas de víveres y mano de obra (Hace cuatro siglos, ya habían nacido
dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la
actualidad.)
Para quienes
conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América
Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros
ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros
perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha
dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra
riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de
otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y
neo-colonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se con vierten
en veneno. Potosí, Zacatecas y
Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales
preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el
destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el
nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos
pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en
la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo
usurpa. La lluvia que irriga a los centros del
poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y
simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia
dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes
condenadas a una vida de bestias de carga.
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¿Tenemos todo
prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en los astros;
el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de
revolución, tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en
remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha
tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es
el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al
fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre
hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador
grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia,
los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer
escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la
victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas,
bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también
otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la
experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la
perpetuación del crimen.
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PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA
EL SIGNO DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS DE LAS ESPADAS
Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos
al oeste de la Ecumene, había aceptado el desafío de las leyendas. Tempestades
terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las
arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares
tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Sólo faltaban mil años
para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo, según
creían los hombres del siglo xv, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo
con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes
portugueses aseguraban que el viento del oeste traía cadáveres extraños y a
veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el
mundo sería, pronto, asombrosamente multiplicado.
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Tres años después del descubrimiento, Cristóbal
Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la
Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros
especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de
quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y
murieron miserablemente (2 L. Capitán y Henri Lorin, El trabajo en América,
antes y después de Colón, Buenos Aires, 1948). Pero algunos teólogos protestaron y la
esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En
realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los
capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un
extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo
hiciereis, o en ello dilación maliciosamente pusiereis, certifícoos que con la
ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por
todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de
la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré
esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad
mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que
pudiere...»(3 Daniel Vidart, Ideología y realidad de América, Montevideo,
1968.)
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LA DISTRIBUCIÓN DE
FUNCIONES ENTRE EL CABALLO Y EL JINETE
En el primer tomo de
El capital, escribió Karl Marx:
«El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de
exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población
aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la
conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos
hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos
procesos idílicos representan otros tantos factores
fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria».
El saqueo, interno y externo, fue el
medio más importante para la acumulación primitiva de capitales que, desde la
Edad Media, hizo posible la aparición de una nueva etapa histórica en la
evolución económica mundial. A medida que se extendía la economía monetaria, el
intercambio desigual iba abarcando cada vez más capas sociales y más regiones
del planeta. Ernest Mandel ha sumado el valor del oro y la plata
arrancados de América hasta 1660, el botín extraído de Indonesia por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales desde 1650 hasta
1780, las ganancias del capital francés en la trata de esclavos durante el
siglo XVIII, las entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas
y el saqueo inglés de la India durante medio siglo: el resultado supera el
valor de todo el capital invertido en todas las industrias europeas hacia 1800
(30 Ernest Mandel, Tratado de economía marxista, México, 1969.)
Mandel hace notar
que esta gigantesca masa de capitales creó un ambiente favorable a las
inversiones en Europa, estimuló el «espíritu de empresa» y financió
directamente el establecimiento de manufacturas que dieron un gran impulso a la
revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable
concentración internacional de la riqueza en beneficio de Europa impidió, en
las regiones saqueadas, el salto a la acumulación de capital industrial. «La doble tragedia de los países en desarrollo consiste en que no sólo
fueron víctimas de ese proceso de concentración internacional, sino que
posteriormente han debido tratar de compensar su atraso industrial, es decir,
realizar la acumulación originaria de capital industrial, en un mundo que está
inundado con los artículos manufacturados por una industria ya madura, la
occidental»`.(Ernest Mandel, la
teoría marxista de la acumulación primitiva y
la industrialización del Tercer Mundo, revista Amaru, núm. 6, Lima, abril-junio de 1968.)
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SEGUNDA
PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE
NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
SALUDABAN LA INDEPENDENCIA DESDE EL RÍO
En 1823, George
Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos
universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la
humillación de este brindis: «Vuestra sea la
gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico
sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente... La edad de la
caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores».
Londres vivía el principio de una larga fiesta;
Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de
la Pax Britannica se abría sobre el
mundo. En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el
poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los
puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas
colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos
ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba
al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está
puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente
nuestros asuntos, es inglesa» (Williar. W. Kaufmann, La política británica y la independencia de la América Latina (1804-1828), Caracas, 1963)
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LA GUERRA DE LA
TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE
DESARROLLO INDEPENDIENTE
Suman medio millón los paraguayos que
han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace
un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por
entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más
pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de
exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo
más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y
Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni
habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó
directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus
industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres,
la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con intereses exagerados
que hipotecaron la suerte de los países vencedores". (Para escribir este capítulo, el autor consultó las siguientes obras: Juan
Bautista Alberdi, Historia de la guerra del Paraguay (Buenos Aires, 1962); Pelham Horton Box, Los orígenes de la Guerra de la Triple Alianza (Buenos Aires Asunción, 1958); Efraím Cardozo, El imperio del Brasil y el Río de la Plata (Buenos Aires, 1961); Julio César Chaves, El presidente López (Buenos Aires, 1955); Carlos Pereyra, Francisco Solano López y la guerra del Paraguay (Buenos Aires, 1945); Juan F. Pérez Acosta, Carlos Antonio López, obrero máximo. Labor administrativa y constructiva
(Asunción, 1948); José María Rosa, la guerra del Paraguay y las montoneras argentinas (Buenos Aires, 1965); Bartolomé Mitre y Juan Carlos Gómez, Cartas polémicas sobre la guerra del Paraguay, con prólogo de J. Natalicio González (Buenos Aires, 1940). También
un trabajo inédito de Vivian Trías sobre el tema.)
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América
Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo
gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del
aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado,
omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no
existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su
destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la
oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto
cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del río
de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las
persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la
consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino
que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían,
ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero
en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos
sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando
Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía
mendigos, hambrientos ni ladrones (Francia integra, como uno de los ejemplares
más horrorosos, el bestiario de la historia oficial. Las deformaciones ópticas
impuestas por el liberalismo no son un privilegio de las clases dominantes en
América Latina; muchos intelectuales de izquierda, que suelen asomarse con
lentes ajenos a la historia de nuestros países, también comparten ciertos mitos
de la derecha, sus canonizaciones y sus excomuniones. El Canto general, de Pablo Neruda (Buenos Aires, 1955),
espléndido homenaje poético a los pueblos latinoamericanos, exhibe claramente
esta desubicación. Neruda ignora a Artigas y a Carlos Antonio y Francisco
Solano López; en cambio, se identifica con Sarmiento. A Francia lo califica de
«rey leproso, rodeado/por la extensión de los yerbales», que «cerró el Paraguay
como un nido/de su majestad» y «amarró/ tortura y barro a las fronteras». Con
Rosas no es más amable: clama contra los «puñales, carcajadas de mazorca/sobre
el martirio» de una «Argentina robada a culatazos/en el vapor del alba,
castigada/hasta sangrar y enloquecer, vacía,/ cabalgada por agrios capataces»);
los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de
las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente
norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y escribir...» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro
lado del mar. El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la
doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los
mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a
crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde
principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la
concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado,
para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de
fronteras.
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El Estado paraguayo practicaba un
celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el
mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas
que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto
de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su
inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de
resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo,
por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente
hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construía su futuro
sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las
bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba
avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la
reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos
con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay
estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían
negar el oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas,
las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus
mercancías. Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición,
a los fines de la consolidación del estado olígárquico, terminar con el
escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante
los mercaderes británicos.
El ministro inglés
en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los
preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor
del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del
presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de
provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y
selló la suerte de Paraguay.
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Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los
despojos del vencido. Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso
Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A
Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró
cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que
defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de
sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio
siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron
como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los
obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un
ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar
desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los
escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes. Cuando finalmente el
presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro
Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a
su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la
muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron.
Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina.
Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían
en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el
altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que
habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas
se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta
mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros
paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de
hierro de la esclavitud. La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado
a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros
cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre
había anunciado cuando escribió: «Los prisioneros y demás artículos de guerra
nos los dividiremos en la forma convenida». Uruguay, donde ya los herederos de
Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de
la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos
enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos
atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su
dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre (Solano
López arde todavía en la memoria. Cuando el Museo Histórico Nacional de Río de
Janeiro anunció, en setiembre de 1969, que inauguraría una vitrina dedicada al
presidente paraguayo, los militares reaccionaron furiosamente. El general
Mourão Filho, que había desencadenado el golpe de Estado de 1964, declaró a la
prensa. «Un viento de locura barre al país... Solano López es una figura que
debe ser borrada para siempre de nuestra historia, como paradigma del dictador
uniformado sudamericano. Fue un sanguinario que destruyó al Paraguay,
llevándolo a una guerra imposible»).
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Los vencedores
implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y
el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques,
las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos
títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de
ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de
Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico,
por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a
Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las
refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. (…) la industria
nacional no resucitó nunca.
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SIETE
AÑOS DESPUÉS
1 Han pasado siete años desde que Las ventas
abiertas de América Latina se publicó por primera vez. Este libro había sido
escrito para conversar con la gente. Un autor no especializado se dirigía a un
público no especializado, con la intención de divulgar ciertos hechos que la
historia oficial, historia contada por los vencedores, esconde o miente.
La respuesta más estimulante no vino de las
páginas literarias de los diarios, sino de algunos episodios reales ocurridos
en la calle. Por ejemplo, la muchacha que iba leyendo este libro para su
compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo en voz alta para todos los
pasajeros mientras el ómnibus atravesaba las calles de Bogotá; o la mujer que
huyó de Santiago de Chile, en los días de la matanza, con este libro envuelto
entre los pañales del bebé; o el estudiante que durante una semana recorrió las
librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y lo fue leyendo de a
pedacitos, de librería en librería, porque no tenía dinero para comprarlo.
De la misma manera, los comentarios más
favorables que este libro recibió no provienen de ningún crítico de prestigio
sino de las dictaduras militares que lo elogiaron prohibiéndolo. Por ejemplo,
Las venas no puede circular en mi país, Uruguay, ni en Chile, y en la Argentina
las autoridades lo denunciaron, en la televisión y los diarios, como un
instrumento de corrupción de la juventud. «No dejan ver lo que escribo», decía Blas de
Otero, «porque escribo lo que veo».
Creo que no hay vanidad en la alegría de
comprobar, al cabo del tiempo, que Las venas no ha sido un libro mudo.
2 Sé que pudo resultar sacrílego que este
manual de divulgación hable de economía política en el estilo de una novela de
amor o de piratas. Pero se me hace cuesta arriba, lo confieso, leer algunas
obras valiosas de ciertos sociólogos, politicólogos, economistas o
historiadores, que escriben en código. El lenguaje hermético no siempre es el
precio inevitable de la profundidad. Puede esconder simplemente, en algunos
casos, una incapacidad de comunicación elevada a la categoría de virtud
intelectual. Sospecho que el aburrimiento sirve así, a menudo, para bendecir el
orden establecido: confirma que el conocimiento es un privilegio de las élites.
Algo parecido suele ocurrir, dicho sea de paso, con cierta literatura militante
dirigida a un público de convencidos. Me parece conformista, a pesar de toda su
posible retórica revolucionaria; un lenguaje que mecánicamente repite, para los
mismos oídos, las mismas frases hechas, los mismos adjetivos, las mismas
fórmulas declamatorias. Quizás esa literatura de parroquia esté tan lejos de la
revolución como la pornografía está lejos del erotismo.
3 Uno escribe para tratar de responder a las
preguntas que le zumban en la cabeza, moscas tenaces que perturban el sueño, y
lo que uno escribe puede cobrar sentido colectivo cuando de alguna manera
coincide con la necesidad social de respuesta. Escribí “Las venas…” para
difundir ideas ajenas y experiencias propias que quizás ayuden un poquito, en
su realista medida, a despejar las interrogantes que nos persiguen desde
siempre: ¿Es América Latina una región del mundo condenada a la humillación
y a la pobreza? ¿Condenada por quién? ¿Culpa de Dios, culpa de la naturaleza?
¿El clima agobiante, las razas inferiores? ¿La religión, las costumbres? ¿No
será la desgracia un producto de la historia, hecha por los hombres y que por
los hombres puede, por lo tanto, ser deshecha?
La veneración por el pasado me pareció siempre
reaccionaria. La derecha elige el pasado porque prefiere a los muertos: mundo
quieto, tiempo quieto. Los poderosos, que legitiman sus privilegios por la
herencia, cultivan la nostalgia. Se estudia historia como se visita un museo; y
esa colección de momias es una estafa. Nos mienten el pasado como nos mienten el
presente: enmascaran la realidad. Se obliga al oprimido a que haga suya
una memoria fabricada por el opresor, ajena, disecada, estéril. Así se
resignará a vivir una vida que no es la suya como si fuera la única posible.
En “Las venas…”, el pasado aparece siempre
convocado por el presente, como memoria viva del tiempo nuestro. Este libro es
una búsqueda de claves de la historia pasada que contribuyen a explicar el
tiempo presente, que también hace historia, a partir de la base de que la primera
condición para cambiar la realidad consiste en conocerla. No se ofrece, aquí,
un catálogo de héroes vestidos como para un baile de disfraz; que al morir en
batalla pronuncian solemnes frases larguísimas, sino que se indagan el sonido y
la huella de los pasos multitudinarios que presienten nuestros andares de
ahora. Las venas proviene de la realidad, pero también de otros libros, mejores
que éste, que nos han ayudado a conocer qué somos, para saber qué podemos ser,
y que nos han permitido averiguar de dónde venimos para mejor adivinar adónde
vamos. Esa realidad y esos libros muestran que el subdesarrollo
latinoamericano es una consecuencia del desarrollo ajeno, que los
latinoamericanos somos pobres porque es rico el suelo que pisamos y que los
lugares privilegiados por la naturaleza han sido malditos por la historia. En este mundo
nuestro, mundo de centros poderosos y suburbios sometidos, no hay riqueza que
no resulte, por lo menos, sospechosa.
4 En el tiempo transcurrido desde la primera
edición de Las venas la historia no ha dejado de ser, para nosotros, una
maestra cruel. El sistema ha multiplicado el hambre y el miedo; la riqueza
continuó concentrándose y la pobreza difundiéndose. Así lo reconocen los
documentos de los organismos internacionales especializados, cuyo aséptico
lenguaje llama «países en vías de desarrollo» a nuestras oprimidas comarcas y
denomina «redistribución regresiva del ingreso» al empobrecimiento implacable
de la clase trabajadora.
El engranaje internacional ha continuado
funcionando: los países al servicio de las mercancías, los hombres al servicio
de las cosas.
Con el paso del tiempo, se van perfeccionando
los métodos de exportación de las crisis. El capital monopolista alcanza su más
alto grado de concentración y su dominio internacional de los mercados, los
créditos y las inversiones hace posible el sistemático y creciente traslado de
las contradicciones: los suburbios pagan el precio de la prosperidad, sin
mayores sobresaltos, de los centros.
El mercado internacional continúa siendo una de
las llaves maestras de esta operación. Allí ejercen su dictadura las
corporaciones multinacionales -multinacionales, como dice Sweezy, porque operan
en muchos países, pero bien nacionales, por cierto, en su propiedad y control.
La organización mundial de la desigualdad no se altera por el hecho de que
actualmente el Brasil exporte, por ejemplo, automóviles Volkswagen a otros
países sudamericanos y a los lejanos mercados de África y el Cercano Oriente.
Al fin y al cabo, es la empresa alemana Volkswagen quien ha decidido que
resulta más conveniente exportar automóviles, para ciertos mercados, desde su
filial brasileña: son brasileños los bajos costos de producción, los brazos
baratos, y son alemanas las altas ganancias.
Tampoco se rompe la camisa de fuerza por arte
de magia cuando una materia prima consigue escapar a la maldición de los
precios bajos. Este fue el caso del petróleo a partir de 1973. ¿Acaso no es el
petróleo un negocio internacional? ¿Son empresas árabes o latinoamericanas la
Standard Oil de Nueva jersey, ahora llamada Exxon, la Royal Dutch Shell o la
Gulf? ¿Quién se lleva la parte del león? Ha resultado revelador, por lo demás,
el escándalo desatado contra los países productores de petróleo, que osaron defender
su precio y fueron inmediatamente convertidos en los chivos emisarios de la
inflación y la desocupación obrera en Europa y Estados Unidos. ¿Alguna vez
consultaron a alguien, los países más desarrollados, antes de aumentar el
precio de cualquiera de sus productos? Desde hacía veinte años, el precio del
petróleo caía y caía. Su cotización vil representó un gigantesco subsidio a los
grandes centros industriales del mundo, cuyos productos, en cambio, resultaban
cada vez más caros. En relación al incesante aumento de precio de los productos
estadounidenses y europeos, la nueva cotización del petróleo no ha hecho más
que devolverlo a sus niveles de 1952. El petróleo crudo simplemente recuperó el
poder de compra que tenía dos décadas atrás.
5 Uno de los episodios importantes ocurridos en
estos siete años fue la nacionalización del petróleo en Venezuela. La
nacionalización no rompió la dependencia venezolana en materia de refinación y
comercialización, pero abrió un nuevo espacio de autonomía. A poco de nacer, la
empresa estatal, Petróleos de Venezuela, ya ocupaba el primer lugar entre las
quinientas empresas más importantes de América Latina. Empezó la exploración de
nuevos mercados además de los tradicionales y rápidamente Petroven obtuvo
cincuenta nuevos clientes. Como siempre, sin embargo, cuando el Estado se hace
dueño de la principal riqueza de un país, corresponde preguntarse quién es el
dueño del Estado. La nacionalización de los recursos básicos no implica, de por
sí, la redistribución del ingreso en beneficio de la mayoría, ni pone necesariamente
en peligro el poder ni los privilegios de la minoría dominante. En Venezuela
continúa funcionando, intacta, la economía del despilfarro. En su centro
resplandece, iluminada por el gas neón, una clase social multimillonaria y
derrochona. En 1976, las importaciones aumentaron un veinticinco por ciento, en
buena medida para financiar artículos de lujo que inundan el mercado venezolano
en catarata. Fetichismo de la mercancía como símbolo de poder, existencia
humana reducida a relaciones de competencia y consumo: en medio del océano del
subdesarrollo la minoría privilegiada imita el modo de vida y las modas de los
miembros más ricos de las más opulentas sociedades del mundo: en el estrépito
de Caracas, como en Nueva York, los bienes «naturales» por excelencia -el aire, la luz, el
silencio- se vuelven cada vez más caros y escasos. «Ciudado», advierte Juan
Pablo Pérez Alfonso, patriarca del nacionalismo venezolano y profeta de la
recuperación del petróleo: «Se puede morir de indigestión», dice, «tanto como
de hambre» 1.
(Entrevista de Jean-Pierre Clerc en Le Monde, París, 8-9 de mayo de
1977).
6 Terminé de escribir Las venas en los últimos
días de 1970.
En los últimos días de 1977, Juan Velasco
Alvarado murió en una mesa de operaciones. Su féretro fue llevado en hombros
hasta el cementerio por la mayor multitud jamás vista en las calles de Lima. El
general Velasco Alvarado, nacido en casa humilde en las secas tierras del norte
del Perú, había encabezado un proceso de reformas sociales y económicas. Fue la
tentativa de cambio de mayor alcance y profundidad en la historia contemporánea
de su país. A partir del levantamiento de 1968, el gobierno militar impulsó una
reforma agraria de verdad y abrió cauce a la recuperación de los recursos
naturales usurpados por el capital extranjero. Pero cuando Velasco Alvarado
murió se habían celebrado, tiempo antes, los funerales de la revolución. El
proceso creador tuvo vida fugaz; terminó ahogado por el chantaje de los
prestamistas y los mercaderes y por la fragilidad implícita en todo proyecto
paternalista y sin base popular organizada.
En vísperas de la Navidad del 77, mientras el
corazón del general Velasco Alvarado latía por última vez en el Perú, en
Bolivia otro general, que en nada se le parece, daba un seco golpe de puño
sobre el escritorio. El general Hugo Bánzer, dictador de Bolivia, decía no a la
amnistía de los presos, los exiliados y los obreros despedidos. Cuatro mujeres
y catorce niños, llegados a La Paz desde las minas de estaño, iniciaron
entonces una huelga de hambre.
-No es el momento -opinaron los entendidos-. Ya
les diremos cuándo...
Ellas se sentaron en el piso.
-No estarnos consultando -dijeron las mujeres-.
Estamos informando. La decisión está tomada. Allá en la mina, huelga de hambre
siempre hay. Nomás nacer y ya empieza la huelga de hambre. Allá también nos
hemos de morir. Más lento, pero también nos hemos de morir.
El gobierno reaccionó castigando, amenazando;
pero la huelga de hambre desató fuerzas contenidas durante mucho tiempo. Toda
Bolivia se sacudió y mostró los dientes. Diez días después, no eran cuatro
mujeres y catorce niños: mil cuatrocientos trabajadores y estudiantes se habían
alzado en huelga de hambre. La dictadura sintió que el suelo se abría bajo los
pies. Y se arrancó la amnistía general.
Así atravesaron la frontera entre 1977 y 1978
dos países de los Andes. Más al norte, en el Caribe, Panamá esperaba la
prometida liquidación del estatuto colonial del canal, al cabo de una espinosa
negociación con el nuevo gobierno de Estados Unidos, y en Cuba el pueblo estaba
de fiesta: la revolución socialista festejaba, invicta, sus primeros diecinueve
años de vida. Pocos días después, en Nicaragua, la multitud se lanzó, furiosa,
a las calles. El dictador Somoza, hijo del dictador Somoza, espiaba por el ojo
de la cerradura. Varias empresas fueron incendiadas por la cólera popular. Una
de ellas, llamada Plasmaféresis; estaba especializada en vampirismo. La empresa
Plasmaféresis, arrasada por el fuego a principios del 78, era propiedad de exiliados
cubanos y se dedicaba a vender sangre nicaragüense a los Estados Unidos. (En el negocio de
la sangre, como en todos los demás, los productores reciben apenas la propina.
La empresa Hemo Caribbean, por ejemplo, paga a los haitianos tres dólares por
cada litro que revende a veinticinco en el mercado norteamericano.)
7. En agosto del 76, Orlando Letelier publicó
un artículo denunciando que el terror de la dictadura de Pinochet y la
«libertad económica» de los pequeños grupos privilegiados son dos caras de una
misma medalla (The Nation, 28 de agosto. Letelier, que había sido ministro en
el gobierno de Salvador Allende, estaba exiliado en los Estados Unidos. Allí
voló en pedazos poco tiempo después (El crimen ocurrió en Washington, el 21 de
septiembre de 1976. Varios exiliados políticos de Uruguay, Chile y Bolivia
habían sido asesinados, antes, en la Argentina. Entre ellos, los más notorios
fueron el general Carlos Prats, figura clave en el esquema militar del gobierno
de Allende, cuyo automóvil estalló en un garaje de Buenos Aires el 27 de
septiembre de 1974; el general Juan José Torres, que había encabezado un breve
gobierno antiimperialista en Bolivia, fue acribillado a balazos el 15 de junio
de 1976; y los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz,
secuestrados, torturados y asesinados, también en Buenos Aires, entre el 18 y
el 21 de marzo de 1976). En su artículo, sostenía que es absurdo hablar de libre
competencia en una economía como la chilena, sometida a los monopolios que
juegan a su antojo con los precios, y que resulta irrisorio mencionar los
derechos de los trabajadores en un país donde los sindicatos auténticos están
fuera de la ley y los salarios se fijan por decreto de la junta militar.
Letelier describía el prolijo desmontaje de las conquistas realizadas por el
pueblo chileno durante el gobierno de la Unidad Popular. De los monopolios y
oligopolios industriales nacionalizados por Salvador Allende, la dictadura
había devuelto la mitad a sus antiguos propietarios y había puesto en venta la
otra mitad. Firestone había comprado la fábrica nacional de neumáticos; Parsons
and Whittemore, una gran planta de pulpa de papel... La economía chilena, decía
Letelier, está ahora más concentrada y monopolizada que en las vísperas del
gobierno de Allende'(4 También fue arrasada la reforma agraria que había
someneado bajo el gobierno de la Democracia Cristiana y fue profundizada por la
Unidad Popular. Véase Marfa Beatriz de Albuquerque W., «La agricultura chilena:
¿modernización capitalista o regresión a formas tradicionales? Comentarios
sobre la contra-reforma agraria en Chile, Iberoamericana, vol. vr:2, 1976,
Institute of Latin American Studies, Estocolmo.). Negocios libres como nunca,
gente presa como nunca: en América Latina, la libertad de empresa es
incompatible con las libertades públicas.
¿Libertad de mercado? Desde principios de 1975
es libre, en Chile, el precio de la leche. El resultado no se hizo esperar. Dos
empresas dominan el mercado. El precio de la leche aumentó inmediatamente, para
los consumidores, en un 40 por ciento, mientras el precio para los productores
bajaba en un 22 por ciento. La mortalidad infantil, que se había reducido
bastante durante la Unidad Popular, pegó un salto dramático a partir de
Pinochet. Cuando Letelier fue asesinado en una calle de Washington, la cuarta
parte de la población de Chile no recibía ningún ingreso y sobrevivía gracias a
la caridad ajena o a la propia obstinación y picardía.
El abismo que en América Latina se abre entre el bienestar de
pocos y la desgracia de muchos es infinitamente mayor que en Europa o en
Estados Unidos. Son por lo tanto, mucho más feroces los métodos necesarios para
salvaguardar esa distancia. Brasil tiene un ejército enorme y muy bien
equipado, pero destina a gastos de educación el cinco por ciento del
presupuesto nacional. En Uruguay, la mitad del presupuesto es absorbida
actualmente por las fuerzas armadas y la policía: la quinta parte de la
población activa tiene la función de vigilar, perseguir o castigar a los demás.
Sin duda, uno de los hechos más importantes de
estos años de la década del 70 en nuestras tierras, fue una tragedia: la
insurrección militar que el 11 de septiembre de 1973 volteó al gobierno
democrático de Salvador Allende y sumergió a Chile en un baño de sangre.
Poco antes, en junio, un golpe de estado en
Uruguay había disuelto el Parlamento, había puesto fuera de la ley a los
sindicatos y había prohibido toda actividad política. (5 Tres meses después,
hubo elecciones en la Universidad. Eran las únicas elecciones que quedaban. Los
candidatos de la dictadura obtuvieron el 2,5 por 100 de los votos
universitarios. Por lo tanto, en defensa de la democracia, la dictadura
encarceló a medio mundo y entregó la Universidad a ese dos y medio por ciento.)
En marzo del 76, los generales argentinos
volvieron al poder: el gobierno de la viuda de Juan Domingo Perón, convertido
en un pudridero, se desplomó sin pena ni gloria.
Los tres países del sur son, ahora, una llaga
del mundo, una continua mala noticia. Torturas, secuestros, asesinatos y
destierros se han convertido en costumbres cotidianas. Estas dictaduras, ¿son
tumores a extirpar de organismos sanos o el pus que delata la infección del
sistema?
Existe siempre, creo, una íntima relación entre la intensidad de
la amenaza y la brutalidad de la respuesta. No puede entenderse, creo, lo que
hoy ocurre en Brasil y en Bolivia sin tener en cuenta la experiencia de los
regímenes de Jango Goulart y Juan José Torres. Antes de caer, estos gobiernos
habían puesto en práctica una serie de reformas sociales y habían llevado
adelante una política económica nacionalista, a lo largo de un proceso cortado
en 1964 en el Brasil y en 1971 en Bolivia. De la misma manera, bien se podría
decir que Chile, Argentina y Uruguay están expiando el pecado de esperanza. El
ciclo de profundos cambios durante el gobierno de Allende, las banderas de
justicia que movilizaron a las masas obreras argentinas y flamearon alto
durante el fugaz gobierno de Héctor Cámpora en 1973 y la acelerada politización
de la juventud uruguaya, fueron todos desafíos que un sistema impotente y en
crisis no podía soportar. El violento oxígeno de la libertad resultó fulminante
para los espectros y la guardia pretoriana fue convocada a salvar el orden. El
plan de limpieza es un plan de exterminio.
8. Las actas del Congreso de los Estados Unidos
suelen registrar testimonios irrefutables sobre las intervenciones en América
Latina. Mordidas por los ácidos de la culpa, las conciencias realizan su
catarsis en los confesionarios del Imperio. En estos últimos tiempos, por
ejemplo, se han multiplicado los reconocimientos oficiales de la
responsabilidad de los Estados Unidos en diversos desastres. Amplias
confesiones públicas han probado, entre otras cosas, que el gobierno de los Estados
Unidos participó directamente, mediante el soborno, el espionaje y el chantaje,
en la política chilena. En Washington se planificó la estrategia del crimen.
Desde 1970, Kissinger y los servicios de informaciones prepararon
cuidadosamente la caída de Allende. Millones de dólares fueron distribuidos
entre los enemigos del gobierno legal de la Unidad Popular. Así pudieron
sostener su larga huelga, por ejemplo, los propietarios de camiones, que en
1973 paralizaron buena parte de la economía del país. La certidumbre de la
impunidad afloja las lenguas. Cuando el golpe de estado contra Goulart, los
Estados Unidos tenían en el Brasil su embajada mayor del mundo. Lincoln Gordon, que
era el embajador, reconoció trece años más tarde, ante un periodista, que su
gobierno financiaba desde tiempo atrás a las fuerzas que se oponían a las
reformas: «Qué diablos», dijo Gordon. «Eso era más o menos un hábito, en aquel
período... La CIA estaba acostumbrada a disponer de fondos políticos» ( Veja, núm 444, San Pablo, 9 de marzo de 1977.).
En la misma entrevista, Gordon explicó que en los días del golpe el Pentágono
emplazó un enorme portaviones y cuatro navíos-tanques ante las costas
brasileñas para el caso de que las fuerzas anti-Goulart pidieran nuestra
ayuda». Esta ayuda, dijo, «no sería apenas moral. Daríamos apoyo logístico,
abastecimientos, municiones, petróleo».
Desde que el presidente Jimmy Carter inauguró
la política de derechos humanos, se ha hecho habitual que los regímenes
latinoamericanos impuestos gracias a la intervención norteamericana formulen
encendidas declaraciones contra la intervención norteamericana en sus asuntos
internos.
El Congreso de los Estados Unidos resolvió, en
1976 y 1977, suspender la ayuda económica y militar a varios países. La mayor
parte de la ayuda externa de los Estados Unidos no pasa, sin embargo, por el
filtro del Congreso. Así, a pesar de las declaraciones y las resoluciones y las
protestas, el régimen del general Pinochet recibió, durante 1976, 290 millones
de dólares de ayuda directa de los Estados Unidos sin autorización
parlamentaria. Al cumplir su primer año de vida, la dictadura argentina del
general Videla había recibido quinientos millones de dólares de bancos privados
norteamericanos y 415 millones de dos instituciones (Banco Mundial y BID) donde
los Estados Unidos tienen influencia decisiva. Los derechos especiales de giro
de la Argentina en el Fondo Monetario Internacional, que eran de 64 millones de
dólares en 1975, habían subido a setecientos millones un par de años después.
Parece saludable la preocupación del presidente
Carter por la carnicería que están sufriendo algunos países latinoamericanos,
pero los actuales dictadores no son autodidactas: han aprendido las técnicas de
la represión y el arte de gobernar en los cursos del Pentágono en Estados
Unidos y en la zona del Canal de Panamá. Esos cursos continúan hoy en día y,
que se sepa, no han variado en un ápice su contenido. Los militares
latinoamericanos que hoy constituyen piedra de escándalo para los Estados
Unidos, han sido buenos alumnos. Hace unos cuantos años, cuando era secretario
de Defensa, el actual presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, lo dijo
con todas sus letras: «Ellos son los nuevos líderes. No necesito explayarme sobre el
valor de tener en posiciones de liderazgo a hombres que previamente han
conocido de cerca cómo pensamos y hacemos las cosas los americanos. Hacernos amigos de esos hombres no tiene precio»'(7 U. S. House of Representatives, Committee on
Appropriations, Foreign Operations Appropriations for 1963, Hesrings 87th
Congress, 2 nd- Session, Part. 1.)
Quienes hicieron al paralítico, ¿pueden
ofrecernos la silla de ruedas?
9. Los obispos de Francia hablan de otro tipo
de responsabilidad, más profunda, menos visible'(8 Declaración de Lourdes, octubre
de 1976.): «Nosotros, que pertenecemos a las naciones que pretenden ser las
más avanzadas del mundo, formamos parte de los que se benefician de la
explotación de los países en vías de desarrollo. No vemos los sufrimientos que
ello provoca en la carne y en el espíritu de pueblos enteros. Nosotros
contribuimos a reforzar la división del mundo actual, en el que sobresale la
dominación de los pobres por los ricos, de los débiles por los poderosos.
¿Sabemos que nuestro desperdicio de recursos y de materias primas no sería
posible sin el control del intercambio comercial por parte de los países
occidentales? ¿No vemos quién se aprovecha del tráfico de armas, del que
nuestro país ha dado tristes ejemplos? ¿Comprendemos acaso que la
militarización de los regímenes de los países pobres es una de las
consecuencias de la dominación económica y cultural ejercidas por los países
industrializados, en los que la vida se rige por el afán de ganancias y los
poderes del dinero?».
Dictadores, torturadores, inquisidores: el
terror tiene funcionarios, como el correo o los bancos, y se aplica porque
resulta necesario. No se trata de una conspiración de perversos. El general
Pinochet puede parecer un personaje de la pintura negra de Goya, un banquete
para psicoanalistas o el heredero de una truculenta tradición de las repúblicas
bananeras. Pero los rasgos clínicos o folklóricos de tal o cual dictador, que
sirven para condimentar la historia, no son la historia. ¿Quién se atrevería a
sostener, hoy día, que la primera guerra mundial estalló a causa de los
complejos del Káiser Guillermo, que tenía un brazo más corto que el otro? «En los países
democráticos no se revela el carácter de violencia que tiene la economía; en
los países autoritarios, ocurre lo mismo con el carácter económico de la
violencia», había escrito Bertolt Brecht, a fines de 1940, en su diario de
trabajo.
En los países del sur de América Latina, los
centuriones han ocupado el poder en función de una necesidad del sistema y el
terrorismo de estado se pone en funcionamiento cuando las clases dominantes ya
no pueden realizar sus negocios por otros medios. En nuestros países
no existiría la tortura si no fuera eficaz; y la democracia formal tendría continuidad si
se pudiera garantizar que no escapara al control de los dueños del poder. En
tiempos difíciles, la democracia se vuelve un crimen contra la seguridad
nacional -o sea, contra la seguridad de los privilegios internos y las
inversiones extranjeras. Nuestras máquinas de picar carne humana integran un engranaje internacional.
La sociedad entera se militariza, el estado de excepción deviene permanente y
se vuelve hegemónico el aparato de represión a partir de un ajuste de tuercas
desde los centros del sistema imperialista. Cuando la sombra de la crisis acecha, es preciso
multiplicar el saqueo de los países pobres para garantizar el pleno empleo, las
libertades públicas y las altas tasas de desarrollo en los países ricos.
Relaciones de víctima y verdugo, dialéctica siniestra: hay una estructura de
humillaciones sucesivas que empieza en los mercados internacionales y en los
centros financieros y termina en la casa de cada ciudadano.
10. Haití es el país más pobre del hemisferio
occidental. Allí hay más lavapiés que lustrabotas: niños que a cambio de una
moneda lavan los pies de clientes descalzos, que no tienen zapatos para
lustrar. Los haitianos viven, en promedio, poco más de treinta años. De cada
diez haitianos, nueve no saben leer ni escribir. Para el consumo interno, se
cultivan las ásperas laderas de las montañas. Para la exportación, los valles
fértiles: las mejores tierras se dedican al café, al azúcar, al cacao y otros
productos que requiere el mercado norteamericano. Nadie juega al béisbol en
Haití, pero Haití es el principal productor mundial de pelotas de béisbol. No
faltan en el país talleres donde los niños trabajan por un dólar diario armando
cassettes y piezas electrónicas. Son por supuesto, productos de exportación; y,
por supuesto, también se exportan las ganancias, una vez deducida la parte que
corresponde a los administradores del terror. El menor asomo de protesta
implica, en Haití, la prisión o la muerte. Por increíble que parezca, los
salarios de los trabajadores haitianos han perdido, entre 1971 y 1975, una
cuarta parte de su bajísimo valor real (Le nouvelliste, Puerto Príncipe, Haití,
19-20 de marzo de 1977. Dato citado por Agustín Cueva en El desarrollo del
capitalismo en América Latina, Siglo XXI, México, 1977. Significativamente, en
ese período entró al país un nuevo flujo de capital estadounidense).
Recuerdo un editorial de un diario de Buenos
Aires, publicado hace un par de años. Un viejo diario conservador bramaba de
ira porque en algún documento internacional la Argentina aparecía como un país
subdesarrollado y dependiente. ¿Cómo una sociedad culta, europea, próspera y
blanca podía ser medida con la misma vara que un país tan pobre y tan negro
como Haití?
Sin duda, las diferencias son enormes -aunque
poco tienen que ver con las categorías de análisis de la arrogante oligarquía
de Buenos Aires. Pero, con todas las diversidades y contradicciones que se
quiera, la Argentina no está a salvo del círculo vicioso que estrangula la
economía latinoamericana en su conjunto y no hay esfuerzo de exorcismo
intelectual que pueda sustraerla a la realidad que comparten, quien más, quien
menos, los demás países de la región.
Al fin y al cabo, las matanzas del general
Videla no son más civilizadas que las de Papa Doc Duvalier o su heredero en el
trono, aunque la represión tenga, en la Argentina, un nivel tecnológico más
alto. Y en lo esencial, ambas dictaduras actúan al servicio del mismo objetivo:
proporcionar brazos baratos a un mercado internacional que exige productos
baratos.
Apenas llegada al poder, la dictadura de Videla
se apresuró a prohibir las huelgas y decretó la libertad de precios al mismo
tiempo que encarcelaba los salarios. Cinco meses después del golpe de estado,
la nueva ley de inversiones extranjeras colocó en igualdad de condiciones a las
empresas extranjeras y nacionales. La libre competencia terminó, así, con la situación
de injusta desventaja en que se encontraban algunas corporaciones
multinacionales frente a las empresas locales. Por ejemplo, la desamparada
General Motors, cuyo volumen mundial de ventas equivale nada menos que al
producto nacional bruto de la Argentina entera. También es libre, ahora, con
frágiles limitaciones, la remisión de utilidades al extranjero y la
repatriación del capital invertido.
Cuando el régimen cumplió su primer año de
vida, el valor real de los salarios se había reducido al cuarenta por ciento.
Fue una hazaña lograda por el terror. «Quince mil desaparecidos, diez mil presos,
cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese
terror», denunció el escritor Rodolfo Walsh en una carta abierta. La carta fue
enviada el 29 de marzo del 77 a los tres jefes de la junta de gobierno. Ese
mismo día, Walsh fue secuestrado y desapareció.
11. Fuentes insospechables confirman que una
ínfima parte de las nuevas inversiones extranjeras directas en América Latina
proviene realmente del país de origen. Según una investigación publicada por el
Departamento de Comercio de los Estados Unidos (10 Ida May Mantel, «Sources and
uses of funds for a sample of majorityowned foreign affiliates of U. S. companies,
1966-1972», U. S. Department of Commerce, Survey of Current Business, julio de
1975.), apenas un doce por ciento de los fondos vienen de la matriz
estadounidense, un 22 por ciento corresponde a ganancias obtenidas en América
Latina y el 66 por ciento restante sale de las fuentes de crédito interno y,
sobre todo, del crédito internacional. La proporción es semejante para las
inversiones de origen europeo o japonés; y hay que tener en cuenta que a menudo
ese doce por ciento de inversión que viene de las casas matrices no es más que
el resultado del traspaso de maquinarias ya utilizadas o que simplemente
refleja la cotización arbitraria que las empresas imponen a su know- how
industrial, a las patentes o a las marcas. Las corporaciones multinacionales, pues, no
sólo usurpan el crédito interno de los países donde operan, a cambio de un
aporte de capital bastante discutible, sino que además les multiplican la deuda
externa.
La deuda externa latinoamericana era, en 1975,
casi tres veces mayor que en 1969 "(11 Naciones Unidas, Comisión Económica
para América latina (CEPAL), El desarrollo económico y social y las relaciones
externas de América Latina, Santo Domingo, República Dominicana, febrero de
1977.). Brasil,
México, Chile y Uruguay destinaron, en 1975, aproximadamente la mitad de sus
ingresos por exportaciones al pago de las amortizaciones y los intereses de la
deuda y al pago de las ganancias de las empresas extranjeras establecidas en
esos países. Los servicios de deuda y las remesas de utilidades tragaron, ese
año, el 55 por ciento de las exportaciones de Panamá y el 60 por ciento de las
de Perú'(12 El dinero, que tiene alitas, viaja sin pasaporte. Buena parte de
las ganancias generadas por la explotación de nuestros recursos se fuga a
Estados Unidos, a Suiza, a Alemania Federal o a otros países donde pega un
salto de circo para luego volver a nuestras comarcas convertida en
empréstitos.). En 1969, cada habitante de Bolivia debía 137 dólares al
exterior. En 1977, debía 483. Los habitantes de Bolivia no fueron consultados
ni vieron un solo centavo de esos préstamos que les han puesto la soga al
cuello.
El Citibank no figura como candidato en ninguna lista, en los
pocos países latinoamericanos donde todavía se realizan elecciones; y ninguno
de los generales que ejercen las dictaduras se llama Fondo Monetario
Internacional. Pero, ¿cuál es la mano que ejecuta y cuál la conciencia que
ordena? Quien presta,
manda. Para pagar, hay que exportar más, y hay que exportar más para financiar
las importaciones y para hacer frente a la hemorragia de las ganancias y los
royalties que las empresas extranjeras drenan hacia sus casas matrices. El
aumento de las exportaciones, cuyo poder de compra disminuye, implica salarios
de hambre. La pobreza masiva, clave del éxito de una economía volcada al
exterior, impide el crecimiento del mercado interno de consumo en la medida
necesaria para sustentar un desarrollo económico armonioso. Nuestros países se
vuelven ecos y van perdiendo la propia voz. Dependen de otros, existen en tanto
dan respuesta a las necesidades de otros. A su vez, la remodelación de la economía en función de la
demanda externa nos devuelve a la estrangulación original: abre las puertas al
saqueo de los monopolios extranjeros y obliga a contraer nuevos y mayores empréstitos
ante la banca internacional. El círculo vicioso es perfecto: la deuda externa y
la inversión extranjera obligan a multiplicar exportaciones que ellas mismas
van devorando. La tarea no puede llevarse a cabo con buenos modales. Para que
los trabajadores latinoamericanos cumplan con su función de rehenes de la
prosperidad ajena, han de mantenerse prisioneros -del lado de adentro o del
lado de afuera de los barrotes de las cárceles.
12. La explotación salvaje de la mano de obra
no es incompatible con la tecnología intensiva. Nunca lo fue, en nuestras
tierras: por ejemplo, las legiones de obreros bolivianos que dejaron los
pulmones en las minas de Oruro, en los tiempos de Simón Patiño, trabajaban en
régimen de esclavitud asalariada pero con maquinaria muy moderna. El barón del
estaño supo combinar los más altos niveles de la tecnología de su época con los
niveles más bajos de salarios (13 Agustín Cueva, obra citada).
Además, en nuestros días, la importación de la
tecnología de las economías más adelantadas coincide con el proceso de
expropiación de las empresas industriales de capital local por parte de las
todopoderosas corporaciones multinacionales. El movimiento de centralización de
capital se cumple a través de «una quema despiadada de los niveles empresariales
obsoletos, que no por azar son justamente los de propiedad nacional» (ídem.). La desnacionalización acelerada de la industria
latinoamericana trae consigo una creciente dependencia tecnológica. La
tecnología, decisiva clave de poder, está monopolizada, en el mundo
capitalista, por los centros metropolitanos. La tecnología viene de segunda
mano, pero esos centros cobran las copias como si fueran originales. En 1970,
México pagó el doble que en 1968 por la importación de tecnología extranjera.
Entre 1965 y 1969, Brasil duplicó sus pagos; y otro tanto ocurrió, en el mismo
periodo, con la Argentina.
El trasplante de la tecnología aumenta las
nutridas deudas con el exterior y tiene devastadoras consecuencias sobre el
mercado de trabajo. En un sistema organizado para el drenaje de ganancias al
exterior, la mano de obra de la empresa «tradicional» va perdiendo
oportunidades de empleo. A cambio de un dudoso impulso dinamizador sobre el
resto de la economía, los islotes de la industria moderna sacrifican brazos al
reducir el tiempo de trabajo necesario para la producción. La existencia de un
nutrido y creciente ejército de desocupados facilita, a su vez, el asesinato
del valor real de los salarios.
13. Hasta los documentos de la CEPAL hablan,
ahora, de una redivisión
internacional del trabajo. De aquí a unos años, aventura la esperanza de los
técnicos, quizás América Latina exporte manufacturas en la misma medida en que
hoy vende al exterior materias primas y alimentos. «Las diferencias de
salarios entre países desarrollados y en desarrollo -incluyendo los de América
Latina- pueden inducir una nueva división de actividades entre países
desplazando, por razones de competencia, industrias en que el costo del trabajo
sea muy importante, desde los primeros hacia los segundos. Los costos de la
mano de obra para la industria manufacturera, por ejemplo, son generalmente
mucho más bajos en México o Brasil que en Estados Unidos» (15 Naciones
Unidas, CEPAL, op cit)
¿Impulso de progreso o aventura neocolonial? La
maquinaria eléctrica y no eléctrica ya figura entre los principales productos
de exportación de México. En el Brasil, crece la venta al exterior de vehículos
y armamentos. Algunos países latinoamericanos viven una nueva etapa de
industrialización, en gran medida inducida y orientada por las necesidades
extranjeras y los dueños extranjeros de los medios de producción. ¿No será éste
otro capítulo a agregar a nuestra larga historia del «desarrollo hacia afuera»?
En los mercados internacionales, los precios en ascenso constante no
corresponden genéricamente a los «productos manufacturados», sino a las
mercancías más sofisticadas y de mayor componente tecnológico, que son
privativas de las economías de mayor desarrollo. El principal producto de
exportación de América Latina, venda lo que venda, materias primas o
manufacturas, son sus brazos baratos.
¿No ha sido, la nuestra, una continua
experiencia histórica de mutilación y desintegración disfrazada de desarrollo?
Siglos atrás, la conquista arrasó los suelos para implantar cultivos de
exportación y aniquiló las poblaciones indígenas en los socavones y los
lavaderos para satisfacer la demanda de plata y oro en ultramar. La
alimentación de la población precolombina que pudo sobrevivir al exterminio
empeoró con el progreso ajeno. En nuestros días, el pueblo del Perú produce
harina de pescado, muy rica en proteínas, para las vacas de Estados Unidos y de
Europa, pero las proteínas brillan por su ausencia en la dieta de la mayoría de
los peruanos. La filial de la Volkswagen en Suiza planta un árbol por cada
automóvil que vende, gentileza ecológica, al mismo tiempo que la filial de la
Volkswagen en Brasil arrasa centenares de hectáreas de bosques que dedicará a
la producción intensiva de carne de exportación. Cada vez vende más carne al
extranjero el pueblo brasileño -que rara vez come carne. No hace mucho, en una
conversación, Darcy Ribeiro me decía que una república volkswagen no es diferente, en lo
esencial, de una república bananera. Por cada dólar que produce la exportación de
bananas, apenas once centavos quedan en el país productor (UNCTAD, The marketing and distribution system for bananas. Diciembre
de 1974.), y de esos once centavos una parte insignificante corresponde a
los trabajadores de las plantaciones. ¿Se alteran las proporciones cuando un
país latinoamericano exporta automóviles?
Ya los barcos negreros no cruzan el océano.
Ahora los traficantes de esclavos operan desde el Ministerio de Trabajo.
Salarios africanos, precios europeos. ¿Qué son los golpes de estado, en América
Latina, sino sucesivos episodios de una guerra de rapiña? De inmediato, las
flamantes dictaduras invitan a las empresas extranjeras a explotar la mano de
obra local, barata y abundante, el crédito ilimitado, las exoneraciones de
impuestos y los recursos naturales al alcance de la mano.
14. Los empleados del plan de emergencia del
gobierno de Chile reciben salarios equivalentes a treinta dólares por mes. Un
kilo de pan cuesta medio dólar. Reciben, por lo tanto, dos kilos de pan por
día. El salario mínimo en Uruguay y Argentina equivale actualmente al precio de
seis kilos de café. El salario mínimo en Brasil llega a sesenta dólares
mensuales, pero los boia frias, obreros rurales ambulantes, cobran entre cincuenta centavos y un
dólar por día en las plantaciones de café, soja y otros cultivos de
exportación. El forraje que comen las vacas en México contiene más proteínas
que la dieta de los campesinos que se ocupan de ellas. La carne de esas vacas
se destina a unas pocas bocas privilegiadas dentro del país y sobre todo al
mercado internacional. Al amparo de una generosa política de créditos y
facilidades oficiales, florece en México la agricultura de exportación,
mientras entre 1970 y 1976 ha descendido la cantidad de proteínas disponibles
por habitante y en las zonas rurales solamente uno de cada cinco niños
mexicanos tiene peso y estatura normales "(17 «Reflexiones sobre la
desnutrición en México», Comercio exterior, Banco Nacional de Comercio
Exterior, S. A., vol. 28, núm. 2, México, febrero de 1978.). En Guatemala, el
arroz, el maíz y los frijoles destinados al consumo interno están abandonados a
la buena de Dios, pero el café, el algodón y otros productos de exportación
acaparan el 87 por ciento del crédito. De cada diez familias guatemaltecas que trabajan
en el cultivo y la cosecha del café, principal fuente de divisas del país, apenas una se alimenta según
los niveles mínimos adecuados (18 Roger Burbach y Patricia Flynn, «Agribusiness
Targets Latin America», NACLA, volumen xu, núm. 1, Nueva York, enero-febrero de
1978.). En el Brasil, solamente un cinco por ciento del crédito agrícola se
canaliza hacia el arroz, los frijoles y la mandioca -que constituyen la dieta
básica de los brasileños. El resto deriva a los productos de exportación.
El reciente derrumbamiento del precio
internacional del azúcar no desató, como antes ocurría, una oleada de hambre
entre los campesinos de Cuba. En Cuba. ya no existe la desnutrición. A
la inversa, el alza casi simultánea del precio internacional del café no alivió
para nada la crónica miseria de los trabajadores de los cafetales del Brasil:
El aumento de la cotización del café en 1976 -ocasional euforia provocada por
las heladas que arrasaron las cosechas brasileñas- «no se reflejó
directamente en los salarios», según reconoció un alto directivo del Instituto
Brasileño del Café (19 ídem).
En realidad, los cultivos de exportación no son, de por sí,
incompatibles con el bienestar de la población ni contradicen, de por sí, el
desarrollo económico «hacia adentro». Al fin y al cabo, las ventas de azúcar al
exterior han servido de palanca, en Cuba, para la creación de un mundo nuevo en
el que todos tienen acceso a los frutos del desarrollo y la solidaridad es el
eje de las relaciones humanas.
15. Ya se sabe quiénes son los condenados a
pagar las crisis de reajuste del sistema. Los precios de la mayoría de los
productos que América Latina vende bajan implacablemente en relación a los
precios de los productos que compra a los países que monopolizan la tecnología,
el comercio, la inversión y el crédito. Para compensar la diferencia, y hacer
frente a las obligaciones ante el capital extranjero, es preciso cubrir en
cantidad lo que se pierde en precio. Dentro de este marco, las dictaduras del Cono
Sur han cortado por la mitad los salarios obreros y han convertido cada centro
de producción en un campo de trabajos forzados. También los obreros tienen que
compensar la caída del valor de su fuerza de trabajo, que es el producto que
ellos venden al mercado. Los trabajadores están obligados a cubrir en cantidad,
en cantidad de horas, lo que pierden en poder de compra del salario. Las leyes del
mercado internacional se reproducen, así, en el micromundo de la vida de cada
trabajador latinoamericano. Para los trabajadores que tienen «la suerte» de contar con un
empleo fijo, las jornadas de ocho horas sólo existen en la letra muerta de las
leyes. Es frecuente trabajar diez, doce, hasta catorce horas, y más de uno ha
perdido los domingos.
Se han multiplicado, a la vez, los accidentes
de trabajo, sangre humana ofrecida a los altares de la productividad. Tres
ejemplos de fines de 1977 en Uruguay:
- Las canteras del ferrocarril, que producen
piedras y balasto, duplican los rendimientos. A principios de la primavera,
quince obreros mueren en una explosión de gelignita.
- Colas de desocupados ante una fábrica de
cohetes artificiales. Varios niños en la producción. Se baten récords. El 20 de
diciembre, un estallido: cinco trabajadores muertos y decenas de heridos.
- El 28 de diciembre, a las siete de la mañana,
los obreros se niegan a entrar a una fábrica de conservas de pescado, porque
sienten un fuerte olor a gas. Los amenazan: si no entran pierden el empleo.
Ellos se siguen negando. Los amenazan: vamos a llamar a los soldados. La
empresa ya ha convocado al ejército otras veces. Los obreros entran. Cuatro
muertos y varios hospitalizados. Había una fuga de gas amoníaco (20. Datos de
fuentes sindicales y periodísticas, publicados en Uruguay Informations, núms.
21 y 25, Paris.).
Mientras tanto, la dictadura proclama con orgullo: los uruguayos
pueden comprar, más baratos que nunca, whisky escocés, mermelada inglesa, jamón
de Dinamarca, vino francés, atún español y trajes de Taiwán.
16. María Carolina de Jesús nació en medio de
la basura y los buitres.
Creció, sufrió, trabajó duro; amó hombres, tuvo
hijos. En una libreta anotaba, con mala letra, sus tareas y sus días.
Un periodista leyó esas libretas por casualidad
y María Carolina de Jesús se convirtió en una escritora famosa. Su libro Quarto
de despejo, «La favela», diario de cinco años de vida en un suburbio sórdido de
la ciudad de San Pablo, fue leído en cuarenta países y traducido a trece
idiomas.
Cenicienta del Brasil, producto de consumo
mundial, María Carolina de Jesús salió de la favela, recorrió mundo, fue
entrevistada y fotografiada, premiada por los críticos, agasajada por los
caballeros y recibida por los presidentes.
Y pasaron los años. A principios del 77, una
madrugada de domingo María Carolina de Jesús murió en medio de la basura y los
buitres. Nadie recordaba ya a la mujer que había escrito: «El hambre es la
dinamita del cuerpo humano».
Ella, que había vivido de las sobras, pudo ser,
fugazmente, una elegida. Le fue permitido sentarse a la mesa. Después de los
postres, se rompió el encanto. Pero mientras su sueño transcurría, Brasil había
continuado siendo un país donde cada día quedan cien obreros lisiados por
accidentes de trabajo y donde, de cada diez niños, cuatro nacen obligados a
convertirse en mendigos, ladrones o magos.
Aunque sonrían las estadísticas, se jode la
gente. En sistemas organizados al revés, cuando crece la economía también
crece, con ella, la injusticia social. En el período más exitoso del «milagro»
brasileño, aumentó la tasa de mortalidad infantil en los suburbios de la ciudad
más rica del país. La súbita prosperidad del petróleo en Ecuador trajo
televisión en colores en lugar de escuelas y hospitales.
Las ciudades se van hinchando hasta el
estallido. En 1950, América Latina tenía seis ciudades con más de un millón de
habitantes. En 1980 tendrá veinticinco'(21 Naciones Unidas, CEPAL, op. Cit.).
Las vastas legiones de trabajadores que el campo expulsa comparten, en las
orillas de los grandes centros urbanos, la misma suerte que el sistema reserva
a los jóvenes ciudadanos «sobrantes». Se perfeccionan, picaresca latinoamericana, las formas de supervivencia de
los buscavidas. <El sistema productivo ha venido mostrando una visible
insuficiencia para generar empleo productivo que absorba a la creciente fuerza
de trabajo de la región, en especial los grandes contingentes de mano de obra
urbana... »'(22 Idem.).
Un estudio de la Organización Internacional del
Trabajo señalaba no hace mucho que en América Latina hay más de 110 millones de
personas en condiciones de «grave pobreza». De ellas, setenta millones pueden considerarse «indigentes» '(23 OIT, Empleo,
crecimiento y necesidades esenciales, Ginebra, 1976.). ¿Qué porcentaje de la
población come menos de lo necesario? En el lenguaje de los técnicos, recibe «ingresos inferiores
al costo de la alimentación mínima equilibrada» un 42 por ciento de
la población del Brasil, un 43 % de los colombianos, un 49 % de los hondureños,
un 31 %a de los mexicanos, un 45 % de los peruanos, un 29 % de los chilenos, un
35 % de los ecuatorianos (Naciones Unidas, CEPAL, op. cit.).
¿Cómo ahogar las explosiones de rebelión de las
grandes mayorías condenadas?
¿Cómo prevenir esas posibles explosiones? ¿Cómo
evitar que esas mayorías sean cada vez más amplias si el sistema no funciona
para ellas? Excluida la caridad, queda la policía.
17. En nuestras tierras, la industria del terror
paga caro, como cualquier otra, el know-how extranjero. Se compra y se aplica,
en gran escala, la tecnología norteamericana de la represión, ensayada en los
cuatro puntos cardinales del planeta. Pero sería injusto no reconocer cierta
capacidad creadora, en este campo de actividades, a las clases dominantes
latinoamericanas.
Nuestras burguesías no fueron capaces de un
desarrollo económico independiente y sus tentativas de creación de una
industria nacional tuvieron vuelo de gallina, vuelo corto y bajito. A lo largo
de nuestro proceso histórico, los dueños del poder han dado también, sobradas
pruebas de su falta de imaginación política y de su esterilidad cultural. En cambio,
han sabido montar una gigantesca maquinaria del miedo y han hecho aportes
propios a la técnica del exterminio de las personas y las ideas. Es reveladora
en este sentido, la experiencia reciente de los países del río de la Plata.
«La tarea de desinfección nos llevará mucho
tiempo», advirtieron de entrada los militares argentinos. Las fuerzas
armadas fueron convocadas sucesivamente por las clases dominantes de Uruguay y
Argentina para aplastar a las fuerzas del cambio, arrancar sus raíces,
perpetuar el orden interno de privilegios y generar condiciones económicas y
políticas seductoras para el capital extranjero: tierra arrasada, país en
orden, trabajadores mansos y baratos. No hay nada más ordenado que un
cementerio. La población se convirtió de inmediato en el enemigo interior.
Cualquier signo de vida, protesta o mera duda, constituye un peligroso desafío
desde el punto de vista de la doctrina militar de la seguridad nacional. Se han
articulado, pues, complejos mecanismos de prevención y castigo.
Una profunda racionalidad se esconde por debajo
de las apariencias. Para operar con eficacia, la represión debe parecer
arbitraria. Excepto la respiración, toda actividad humana puede constituir un
delito. En Uruguay la tortura se aplica como sistema habitual de
interrogatorio: cualquiera puede ser su víctima, y no sólo los sospechosos y
los culpables de actos de oposición. De esta manera se difunde el pánico de la
tortura entre todos los ciudadanos, como un gas paralizante que invade cada
casa y se mete en el alma de cada ciudadano.
En Chile, la cacería dejó un saldo de treinta
mil muertos, pero en Argentina no se fusila: se secuestra. Las víctimas
desaparecen. Los invisibles ejércitos de la noche realizan la tarea. No hay
cadáveres, no hay responsables. Así la matanza -siempre oficiosa, nunca
oficial- se realiza con mayor impunidad, y así se irradia con mayor potencia la
angustia colectiva. Nadie rinde cuentas, nadie brinda explicaciones. Cada
crimen es una dolorosa incertidumbre para los seres cercanos a la víctima y
también una advertencia para todos los demás. El terrorismo de estado se
propone paralizar a la población por el miedo.
Para obtener trabajo o conservarlo, en Uruguay
es preciso contar con el visto bueno de los militares. En un país donde resulta
tan difícil conseguir empleo fuera de los cuarteles y las comisarías, esta
obligación no sólo sirve para empujar al éxodo a buena parte de los trescientos
mil ciudadanos fichados como izquierdistas. También es útil para amenazar a los
restantes. Los diarios de Montevideo suelen publicar arrepentimientos públicos
y declaraciones de ciudadanos que se golpean el pecho por si acaso: «Nunca he sido, no
soy, ni seré...».
En Argentina ya no es necesario prohibir ningún
libro por decreto. El nuevo Código Penal sanciona, como siempre, al escritor y
al editor de un libro que se considere subversivo. Pero además castiga al
impresor, para que nadie se atreva a imprimir un texto simplemente dudoso, y
también al distribuidor y al librero, para que nadie se atreva a venderlo, y
por si fuera poco castiga al lector, para que nadie se atreva a leerlo y mucho
menos a guardarlo. El consumidor de un libro recibe así el trato que las leyes
reservan al consumidor de drogas. En el proyecto de una sociedad de sordomudos,
cada ciudadano debe convertirse en su propio Torquemada (25. En Uruguay,
los inquisidores se han modernizado. Curiosa mezcla de barbarie y sentido
capitalista del negocio. Los militares ya no queman los libros: ahora los
venden a las empresas papeleras. Las papeleras los pican, los convierten en
pulpa de papel y los devuelven al mercado de consumo. No es verdad que Marx no
esté al alcance del público. No está en forma de libros. Está en forma de
servilletas.).
En Uruguay, no delatar al prójimo es un delito.
Al ingresar a la Universidad, los estudiantes juran por escrito que denunciarán
a todo aquel que realice, en el ámbito universitario, «cualquier
actividad ajena a las funciones de estudio». El estudiante se hace co-responsable de
cualquier episodio que ocurra en su presencia. En el proyecto de
una sociedad de sonámbulos, cada ciudadano debe ser el policía de sí mismo y de
los demás. Sin embargo, el sistema, con toda razón, desconfía. Suman cien mil
los policías y los soldados en Uruguay, pero también suman cien mil los
informantes. Los espías trabajan en las calles y en los cafés y en los ómnibus,
en las fábricas y los liceos, en las oficinas y en la Universidad. Quien se
queja en voz alta porque está tan cara y dura la vida, va a parar a la cárcel:
ha cometido un «atentado contra la fuerza moral de las Fuerzas Armadas», que se paga con
tres a seis años de prisión.
18. En el referéndum de enero del 78, el voto
por sí a la dictadura de Pinochet se marcó con una cruz bajo la bandera de
Chile. El voto por no, en cambio, se marcó bajo un rectángulo negro.
El sistema quiere confundirse con el país. El
sistema es el país, dice la propaganda oficial que día y noche bombardea a los
ciudadanos. El enemigo del sistema es un traidor a la patria. La capacidad de
indignación contra la injusticia y la voluntad de cambio constituyen las
pruebas de la deserción. En muchos países de América Latina, quien no está
desterrado más allá de las fronteras, vive el exilio en la propia tierra.
Pero al mismo tiempo que Pinochet celebraba su
victoria, la dictadura llamaba «ausentismo laboral colectivo» a las huelgas que
estallaban en todo Chile a pesar del terror. La gran mayoría de los
secuestrados y desaparecidos en Argentina está formada por obreros que
desarrollaban alguna actividad sindical. Sin cesar se incuban, en la inagotable
imaginación popular, nuevas formas de lucha, el trabajo a tristeza, el trabajo
a bronca, y la solidaridad encuentra nuevos cauces para eludir al miedo. Varias
huelgas unánimes se sucedieron en Argentina a lo largo de 1977, cuando el peligro
de perder la vida era tan cierto como el riesgo de perder el trabajo. No se
destruye de un plumazo el poder de respuesta de una clase obrera organizada y
con larga tradición de pelea. En mayo del mismo año, cuando la dictadura uruguaya
hizo el balance de su programa de vaciamiento de conciencias y castración
colectiva, se vio obligada a reconocer que «todavía queda en el país un treinta
y siete por ciento de ciudadanos interesados por la política» (Conferencia de
prensa del presidente Aparicio Méndez, el 21 de mayo de 1977, en Paysandú.
«Estamos evitando al país la tragedia de la pasión política», dijo el
presidente. «Los hombres de bien no hablan de dictaduras, no piensan en
dictaduras ni reclaman derechos humanos.»)
No asistimos en estas tierras a la infancia
salvaje del capitalismo, sino a su cruenta decrepitud. El subdesarrollo no es
una etapa del desarrollo. Es su consecuencia. El subdesarrollo de América
Latina proviene del desarrollo ajeno y continúa alimentándolo. Impotente por su
función de servidumbre internacional, moribundo desde que nació, el sistema
tiene pies de barro. Se postula a sí mismo como destino y quisiera confundirse
con la eternidad. Toda memoria es subversiva, porque es diferente, y también
todo proyecto de futuro. Se obliga al zombi a comer sin sal: la sal, peligrosa,
podría despertarlo. El sistema encuentra su paradigma en la inmutable sociedad
de las hormigas. Por eso se lleva mal con la historia de los hombres, por lo
mucho que cambia. Y porque en la historia de los hombres cada acto de
destrucción encuentra su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación.
Eduardo Galeano
Calella, Barcelona, abril de 1978.