Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Resumen de la primera parte (1605)
El libro comenzará con un prólogo de Cervantes que no
vamos a desarrollar por acá, donde se burla de algunos escritores de su época
en términos muy ácidos. Pero es
importante que lo tengas en cuenta para cuando volvamos, más adelante, a
mencionar este punto y las consecuencias que tuvo en la confección de la
segunda parte de la obra.
En
este punto vas a tener que leer los capítulos 1,
2 y 3.
Capítulo primero.
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero[1],
adarga[2]
antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados[3],
lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte[4],
calzas de velludo[5]
para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se
honraba con su vellorí[6] de lo
más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina
que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza[7], que
así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro
hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto
de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los
autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja
entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta
que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos
que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto
su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien
como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas intricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando
llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos[8],
donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la
sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con
razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos
cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y
os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza».
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni
las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba
que, por grandes maestros[9] que
le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de
su lugar —que era hombre docto, graduado en Sigüenza[10]—,
sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de
Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba
al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor,
hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que
no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se
le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en
turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que
leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de
aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy
buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente
Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes.
Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a
Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a
Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante
Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son
soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos,
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su
castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende[11] robó
aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él,
por dar una mano de coces al traidor de Galalón[12], al
ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más
estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio
de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él
había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género
de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase
eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su
brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables
pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a
poner en efecto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido
de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había
que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiolas y aderezolas lo mejor
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada[13] de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones
hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una
apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía
estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el
primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de
parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por
de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer
hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje[14].
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que
un real[15] y
más tachas que el caballo de Gonela[16], que
tantum pellis et ossa fuit[17],
le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque,
según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso,
y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así, procuraba
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que,
mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya
profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había
sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de
todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso
ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se
vino a llamar don Quijote[18]; de
donde —como queda dicho— tomaron en ocasión los autores desta tan verdadera
historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros
quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no solo se había
contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y
patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen
caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la
Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada,
puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no
le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el
caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.
Decíase él a sí:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte,
me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del
cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien
enviarle presentado[19] y
que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde
y rendido: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula
Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado
caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante
vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo
hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a
lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy
buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se
entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello[20].
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora
de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y
que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla
Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer,
músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.
Capítulo II.
Que trata de la
primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más
tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él
pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba
deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar
y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención,
y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los
calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante,
puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la
puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de
ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se
vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco
le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no
era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía
tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas
blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su
esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito;
mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar
caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo
hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las
armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen
más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro
que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de
las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba
hablando consigo mesmo y diciendo:
—¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando
salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los
escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de
mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de
la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
—Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz
las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en
mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta
peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero
eterno mío en todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera
enamorado:
—¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!,
mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso
afincamiento[21]
de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros[22]
deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo
de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje.
Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto
ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de
contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con
quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que
la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la
de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y
lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo
aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de
hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o
alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha
hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue
como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su
redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que
anochecía.
Estaban acaso[23] a la
puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido[24], las
cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron
a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba
le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la
venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles
de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos
aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la
venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a
Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal
con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se
tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a
la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a
él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la
puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un
porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos —que,
sin perdón, así se llaman— tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al
instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano
hacía señal de su venida; y así, con estraño contento, llegó a la venta y a las
damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con
lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don
Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón[25] y
descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les
dijo:
—No fuyan[26] las
vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que
profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas
como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el
rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas,
cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que
don Quijote vino a correrse[27] y a
decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez
además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo por que os
acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál[28] que
de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle
de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo,
era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas
tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada
en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efecto,
temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente;
y así, le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén
del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en
ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la
fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.
mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había
sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de
los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante[29] que
estudiantado paje; y así, le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced serán duras
peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un
año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote,
el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel
día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su
caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el
ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y,
acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual
estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las
cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni
pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía
atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar
los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda
aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura
que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas
traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas
de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi
caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera
descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me
descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de
Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi
brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes
retóricas, no respondían palabra; solo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.
—Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque,
a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en
toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo,
y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro
pescado que dalle a comer.
—Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—,
podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en
sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen
estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el
cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas
no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el
fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido
bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de
grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la
visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y
ponía; y así, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de
beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto
el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de
puercos; y, así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y
que le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y
las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por
bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no
verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en
aventura alguna sin recibir la orden de caballería.
Capítulo III.
Donde se cuenta la
graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y
limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la
caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso
caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero,
el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó
semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle,
y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir
que él le otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra,
señor mío —respondió don Quijote—; y así, os digo que el don que os he pedido,
y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día[30] me
habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo
velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo,
para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las
aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de
los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es
inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y
ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de
creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella
noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado
en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los
caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él, asimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel
honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,
Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de
Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo[31] y
otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza
de sus manos, haciendo muchos tuertos[32],
recuestando[33]
muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y,
finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en
toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,
donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, solo por la
mucha afición que les tenía y por que partiesen con él de sus haberes, en pago
de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla
alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de
nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar
dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que
a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera
que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntole si traía dineros; respondió don Quijote que no
traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se
engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles
parecido a los autores dellas que no era menester escribir una cosa tan clara y
tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se
había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que
todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados,
llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que
asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar
las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde
se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían
algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire,
en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud
que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas
y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no
hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos
fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y
ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían
escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas
alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como
que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante,
esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por
esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que
tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin
las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando
menos se pensase.
Prometiole don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba
con toda puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote
todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su
adarga, asió de su lanza y con gentil continente[34] se
comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a
cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura
de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y
vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su
lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas.
Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía
competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero
hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que
estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas
de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz
alta le dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que
llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!,
mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento.
No se curó[35] el
arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en
salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual
visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento —a lo
que pareció— en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a
este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca[36] en
este primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la
adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en
la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con
otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus
armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco,
sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó
otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir
favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin
hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la
abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el
ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a su
espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del
debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a
este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo[37].
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le
acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los
compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a
llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con
su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El
ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y
que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las
daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se
tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recibido la orden de
caballería, que él le diera a entender su alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso
alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros
veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un
terrible temor en los que le acometían; y, así por esto como por las
persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos
y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su
huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes
que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la
insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa
alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le
había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de
hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero
consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del
ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y
que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas
dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó don Quijote, que él estaba allí pronto para obedecerle, y que
concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez
acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el
castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un
libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de
vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino
adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la
mano y diole sobre el cuello un buen golpe[38], y
tras él, con su mesma espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre
dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le
ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque
no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias;
pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a
raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le
dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él
supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recibida; porque
pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de
un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya[39], y
que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se
pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó
la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada:
preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un
honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se
pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y
mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca
vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y,
abrazando a su huésped, le dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de
haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero,
por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves
palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó
ir a la buen hora.
(Resumen de los capítulos que siguen)
Tras haber sido armado caballero don Quijote parte de la
venta en busca de aventuras. Interviene al ver el abuso de poder un labrador
frente a su mozo, un jovencito a quien está azotando duramente. Don Quijote
obtiene un éxito momentáneo al confiar en la palabra de honor del opresor pero
una vez partido el caballero, el mozo es azotado con más fuerza que antes.
Ignorando el hecho, sigue don Quijote y divisa unos mercaderes toledanos a los
que quiere hacer confesar que su amada Dulcinea es la doncella más hermosa del
mundo. No obstante, no lo consigue y es apaleado por los mercaderes. Tendido en
el camino, delira y se cree Valdovinos, un caballero legendario. Pasa por allí
casualmente un vecino suyo que lo encuentra y lo lleva a su casa. Mientras se
repone de sus heridas, el cura y el barbero, sus dos amigos, junto con la
sobrina y el ama, le queman casi toda la biblioteca: a medida que van
mencionándose los libros, se hará una crítica de los mismos. Se salvarán
algunos libros juzgados por buenos por el cura. Observá el siguiente recurso
barroco (la realidad dentro de la ficción y la literatura dentro de la literatura):
“—Éste
es —siguió el barbero— El Cancionero
de López Maldonado.
—También
el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus versos en su
boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta,
que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho:
guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?
—La Galatea, de Miguel de
Cervantes —dijo el barbero.
—Muchos
años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en
desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo,
y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete.”
¡¡Ahora,
a leer el capítulo 7!!
Capítulo VII.
De la segunda
salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote,
diciendo:
—Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester
mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo
mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante
con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron
al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España,
con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin
duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no
pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de
la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y
reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo
sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
—Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua
de los que nos llamamos Doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la
victoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los
aventureros ganado el prez[40] en
los tres días antecedentes.
—Calle vuestra merced, señor compadre —dijo el cura—, que
Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane
mañana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.
—Ferido no —dijo don Quijote—, pero molido y quebrantado,
no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos
con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si, en
levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos;
y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y
quédese lo del vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo así: diéronle de comer, y quedóse otra vez
dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había
en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían
guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del
escrudriñador; y así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces
justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por
entonces, para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de
los libros, porque cuando se levantase no los hallase —quizá quitando la causa,
cesaría el efecto—, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el
aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza.
De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero
que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había
dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la
puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin
decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia
qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien
advertida de lo que había de responder, le dijo:
—¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no
hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
—No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador
que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí
se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el
aposento, y no sé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando
por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que
dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a
mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces
que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento,
dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se
llamaba el sabio Muñatón.
—Frestón diría —dijo don Quijote.
—No sé —respondió el ama— si se llamaba Frestón o Fritón;
sólo sé que acabó en tón su nombre.
—Así es —dijo don Quijote—; que ese es un sabio
encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes
y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla
con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda
estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole
yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
—¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero, ¿quién le
mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse
pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo,[41] sin
considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
—¡Oh sobrina mía —respondió don Quijote—, y cuán mal que
estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas
las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se
le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy
sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los
cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el
barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era
de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca.
El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba
este artificio, no había poder averiguarse con él[42].
En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino
suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero
de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió
y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de
escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él
de buena gana, porque tal vez[43] le
podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y
le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho
Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por
escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y,
vendiendo una casa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una
razonable cantidad.
Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió prestada a un
su amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero
Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se
acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que
llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que asimesmo pensaba llevar un asno
que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho[44] a
andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se
le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero
asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto,
determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada
caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer
descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que
él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y
cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y
sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual
caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los
hallarían aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con
sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula
que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y
camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de
Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque,
por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les
fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
—Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se
le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por
grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
—Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy
usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de
las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte
tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas
veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya
después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban
algún título de conde, o, por lo menos, de marqués, de algún valle o provincia
de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de
seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen
de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas
y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni
pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.
—De esa manera —respondió Sancho Panza—, si yo fuese rey
por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana
Gutiérrez, mi oíslo[45],
vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
—Pues, ¿quién lo duda? —respondió don Quijote.
—Yo lo dudo —replicó Sancho Panza—; porque tengo para mí
que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre
la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina;
condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho —respondió don Quijote—,
que Él te dará lo que más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto, que te
vengas a contentar con menos que con ser adelantado[46].
—No haré, señor mío —respondió Sancho—; y más teniendo
tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté
bien y yo pueda llevar.
(Resumen de los capítulos siguientes)
A partir de aquí don Quijote hará su segunda salida, a
escondidas y acompañado por Sancho.
A partir de este momento vivirá varias aventuras: enfrentará molinos de
viento creyéndolos gigantes, y tendrá varias refriegas con distintos personajes
en situaciones que su afiebrada fantasía relaciona con las presentadas en las
novelas de caballerías. En todas ellas se encomendará a su señora Dulcinea, y
de todas ellas saldrá vencido y aporreado. Sancho también resultará azotado,
pero nunca pierde la ilusión de que se haga efectiva la promesa que don Quijote
le hiciera al salir: la de que sus aventuras le darían como premio riquezas y
poder en abundancia (la máxima aspiración de Sancho: ser gobernador de una
ínsula, es decir, de una isla. Las islas aparecen en los libros de caballerías
como lugares apartados, misteriosos y llenos de fantasía. Y en ellas no había
gobernadores, que eran propios de la burguesía y no del mundo medieval)
Don Quijote le
enviará a Dulcinea una carta que Sancho llevará, obedeciendo a su amo, aunque
sin saber bien a qué parte del Toboso, ya que como sabemos, Dulcinea no
existía. En el camino se encontrará con
el cura y el barbero, a quienes da noticias de don Quijote. El cura decide
disfrazarse de doncella en apuros y se presentará ante don Quijote, quien no le
negará ayuda; así, consiente en acompañarla a una posada a la que él cree el
castillo de la “doncella”.
Allí conocerá a mucha gente: todos quedan admirados de la
locura de don Quijote, la cual se opone a su buen juicio, sabiduría y don de
gentes cuando se trata de otro tema que no sea la caballería. Con la ayuda de estas personas, el cura y el
barbero idearán un plan para que don Quijote deje de arriesgar la vida como
hasta este momento: disfrazados de fantasmas, brujos y ogros, lo secuestrarán
mientras duerme. El plan es llevarlo a su casa encerrado en un carro,
diciéndole que ha sido víctima de un encanto. Sancho también es víctima de este
engaño, ya que a él no le dicen la verdad para que no malogre el plan. Mientras
lo sacan de su habitación, se oye la voz
del barbero que en la oscuridad, imitando el tono de los libros de
caballerías, dice:
“—¡Oh
Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento[47]
la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura
en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león
manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren[48]
en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo
matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos
cachorros, que imitarán las rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será
antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las
lucientes imágenes con su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y
obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las
narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar así delante de tus ojos
mesmos
a la flor de la
caballería andante; que presto, si al plasmador[49]
del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no
saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de
parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por
la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene
que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir otra cosa, a
Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
Y,
al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después, con tan
tierno acento, que aun los sabedores de la burla estuvieron por creer que era
verdad lo que oían.
Quedó
don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo
en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse ayuntados en
santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice
vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la
Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran
suspiro, dijo:
—¡Oh
tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote que
pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me
deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan
alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que,
como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y por alivio estas
cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me
acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo que toca a la
consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su bondad y buen
proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque, cuando no suceda,
por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa
equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse;
que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar,
no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho
Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las manos,
porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.
Luego
tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de
los bueyes.”
Así termina la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, con el
protagonista en su casa, en cama y reponiéndose de sus muchas golpizas. Sin
embargo, el libro terminará con final
abierto (al modo de los libros de caballerías, que solían hacerse al modo de
las sagas actuales). El narrador informa sólo que el protagonista hizo una
tercera salida., pero que no tiene más noticias sobre el tema.
El Quijote de
1605 tuvo mucho éxito y algunas
continuaciones apócrifas; sin embargo, la más famosa fue el Segundo
tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el
licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas,
publicado en 1614. El autor utiliza un seudónimo: su verdadero nombre nunca
pudo conocerse. En su prólogo se insulta a Cervantes, al invitarle a “bajar los humos y mostrar mayor modestia”,
además de burlarse de su edad avanzada y
acusarle, sobre todo, de tener “más
lengua que manos”. Recordemos que Cervantes tenía la mano izquierda
inutilizada por su participación en la batalla de Lepanto. Viejo, tullido, agrio, envidioso,
maldiciente, escritor caduco, hombre sin amigos, son algunas de las lindezas
que figuran allí al hablar de Cervantes. Ya en la primera parte (recordá que te dijimos
que era un dato importante) Cervantes había lanzado sus dardos contra Lope de
Vega, el dramaturgo más exitoso de su época: es de sospechar que esta
continuación apócrifa haya sido escrita por algún amigo del escritor, y el
prólogo por el mismo Lope.
Pues bien: Cervantes se enojó. No
sólo hacen una continuación de su obra sino que además lo insultan desde el
prólogo. Pero él ha vivido demasiado intensamente como para aceptar la
situación sin revertirla: en menos de un año escribe la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, donde éste
hace su tercera y última salida, y la publicará en 1615.
Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Resumen de la segunda parte (1615)
Cervantes dirá en el prólogo, respondiendo al
de Avellaneda:
“Lo
que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si
hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi
manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que
vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis
heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo
menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron (…) Las (heridas)
que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a
los demás al cielo de la honra (….); y hase de advertir que no se escribe con
las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.”
A pesar de los diez años que han pasado entre una
publicación y otra, en la historia de don Quijote sólo ha pasado un mes. El
héroe se está curando de sus heridas pero no de su locura. Sin embargo ha
logrado lo que tanto ambicionaba: se ha hecho famoso, ya que Sancho trae
noticias de que su historia se ha publicado, según se lo hace saber el joven
estudiante Sansón Carrasco, ferviente admirador de don Quijote (por haber leído
la Primera parte), a quien quiere conocer. Don Quijote se admira de que su
historia se haya publicado, y se preocupa de que no se digan allí cosas que lo
infamen; incluso llega a temer que sea algún sabio encantador enemigo suyo
quien ha hecho tal prodigio. Sin embargo, Sansón Carrasco lo visitará y,
conocedor de lo puntilloso que es don Quijote en lo que respecta a su honra, le
mentirá, diciéndole que el libro sólo habla bien de él. Pero don Quijote es un
hombre de acción: él no lee, él vive las aventuras para que otros hablen de
ellas. Por lo tanto se conforma con los dichos de Sansón Carrasco y se dispone
a hacer su tercera salida. Nadie podrá detenerlo, y con él irá Sancho, en
búsqueda de la ínsula de sus sueños, que lo sacará de su condición de labrador.
Sin embargo, antes de partir, don Quijote quiere
encomendarse a su señora Dulcinea, y envía a Sancho a pedirle que lo reciba.
Sancho, que es crédulo pero no tonto, ya tiene serias dudas sobre la existencia
de Dulcinea. Sin embargo no puede desobedecer la orden de su amo.
Es entonces cuando
Sancho genera una invención para no tener que contradecir a don Quijote. Esta
mentira será sostenida hasta el final de la segunda parte, no solo por Sancho
sino por otros personajes que más adelante vas a conocer. Cervantes a llamar a
este episodio el “encantamiento de
Dulcinea” Está en el capítulo X, así que a leerlo. Después seguimos con el
resumen.
Capítulo X.
Donde se cuenta la
industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros
sucesos tan ridículos como verdaderos
Llegando el autor desta grande historia a contar lo que
en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que
no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al
término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de
ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo,
las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la
historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las objeciones que podían
ponerle de mentiroso. Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y
siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.
Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así como don
Quijote se emboscó en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó
a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero
hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su
cautivo caballero, y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese
esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas
empresas. Encargose Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traerle tan
buena respuesta como le trujo la vez primera.
—Anda, hijo —replicó don Quijote—, y no te turbes cuando
te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre
todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te
recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si
se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la
hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si
se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta
que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en
amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté
desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si
tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en
lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has
de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y
movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos
correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve,
amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del
que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.
—Yo iré y volveré presto —dijo Sancho—; y ensanche
vuestra merced, señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no
mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón
quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas;[50] y
también se dice: donde no piensa, salta la liebre. Dígolo porque si esta noche
no hallamos los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los
pienso hallar, cuando menos los piense, y hallados, déjenme a mí con ella.
—Por cierto, Sancho —dijo don Quijote—, que siempre traes
tus refranes tan a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en
lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio,
y don Quijote se quedó a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo
de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos,
yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su
señor que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando,
volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del jumento,
y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y a decirse:
—Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced.
¿Va a buscar algún jumento que se le haya perdido? «No, por cierto». Pues, ¿qué
va a buscar? «Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella
al sol de la hermosura y a todo el cielo junto». Y ¿adónde pensáis hallar eso
que decís, Sancho? «¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso». Y bien: ¿y de parte
de quién la vais a buscar? «De parte del famoso caballero don Quijote de la
Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed, y de beber al que
ha hambre». Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa, Sancho? «Mi amo dice que
han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares». Y ¿habeisla visto
algún día por ventura? «Ni yo ni mi amo la habemos visto jamás». Y ¿paréceos
que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos
aquí con intención de ir a sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus
damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen
hueso sano? «En verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy
mandado, y que mensajero sois, amigo, no
merecéis culpa, non». No os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega
es tan colérica como honrada, y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que
si os huele, que os mando mala ventura. «¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo![51] ¡No,
sino ándeme yo buscando tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así
será buscar a Dulcinea por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller
en Salamanca.[52]
¡El diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!».
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél
fue que volvió a decirse:
—Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la
muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar
de la vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y
aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo
y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: Dime con quién andas, decirte
he quién eres, y el otro de No con quien naces, sino con quien paces. Siendo,
pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por
otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció
cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los
religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y
otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer que una
labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y, cuando
él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a jurar; y si porfiare,
porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito,[53]
venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra
vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá
pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le
quieren mal la habrá mudado la figura por hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su
espíritu, y tuvo por bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la
tarde, por dar lugar a que don Quijote pensase que le había tenido para ir y
volver del Toboso; y sucediole todo tan bien que, cuando se levantó para subir
en el rucio, vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras
sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se
puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas;
pero, como no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En
resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado[54]
volvió a buscar a su señor don Quijote, y hallole suspirando y diciendo mil
amorosas lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
—¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con
piedra blanca, o con negra?
—Mejor será —respondió Sancho— que vuesa merced le señale
con almagre, como rétulos de cátedras,[55]
porque le echen bien de ver los que le vieren.
—De ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
—Tan buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que
hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora
Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa
merced.
—¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo
don Quijote—. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis
verdaderas tristezas.
—¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió
Sancho—, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga,
y verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien
ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de
perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de
diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos
del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre
tres cananeas remendadas,[56] que
no hay más que ver.
—Hacaneas querrás decir, Sancho.
—Poca diferencia hay —respondió Sancho— de cananeas a
hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas
señoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora,
que pasma los sentidos.
—Vamos, Sancho hijo —respondió don Quijote—; y, en
albricias destas no esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que
ganare en la primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando
las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan
para parir en el prado concejil[57] de
nuestro pueblo.
—A las crías me atengo —respondió Sancho—, porque de ser
buenos los despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a
las tres aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y
como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo, y preguntó a Sancho si
las había dejado fuera de la ciudad.
—¿Cómo fuera de la ciudad? —respondió—. ¿Por ventura
tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son estas, las que
aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
—Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres
labradoras sobre tres borricos.
—¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. Y
¿es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la
nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es
tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho
Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
—Calle, señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino
despabile esos ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus
pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recibir a las tres
aldeanas; y, apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las
tres labradoras, y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
—Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra
altivez y grandeza sea servida de recibir en su gracia y buen talente al
cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y
sin pulsos de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su
escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado
por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos
junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho
llamaba reina y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y
no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y
admirado, sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo
atónitas, viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que
no dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la
detenida, toda desgraciada[58] y
mohína, dijo:
—Apártense nora en tal del camino, y déjennos pasar, que
vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
—¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo
vuestro magnánimo corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra
sublimada presencia a la columna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
—Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con
qué se vienen los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí
no supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjennos hacer el
nueso, y serles ha sano.
—Levántate, Sancho —dijo a este punto don Quijote—, que
ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por
donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes.
Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza,
único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno
encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para solo
ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro
en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de
algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda
y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu
contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.
—¡Tomá que mi agüelo! —respondió la aldeana—. ¡Amiguita
soy yo de oír resquebrajos![59]
Apártense y déjennos ir, y agradecérselo hemos.
Apartose Sancho y dejola ir, contentísimo de haber salido
bien de su enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura
de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía,
dio a correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del
aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera
que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudió
a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que también vino a la
barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y queriendo don Quijote
levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, la señora,
levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún
tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas manos sobre las ancas de la
pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la albarda, y quedó
a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo Sancho:
—¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que
un alcotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o
mejicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace
correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas
corren como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo
Dulcinea, todas picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza
atrás por espacio de más de media legua. Siguiolas don Quijote con la vista, y,
cuando vio que no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de
encantadores? Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me
tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser
a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco
y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has
también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en
una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le
quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor,
por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho,
que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí
me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó[60] y
atosigó el alma.
—¡Oh canalla! —gritó a esta sazón Sancho— ¡Oh
encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados
por las agallas, como sardinas en lercha![61]
Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos,
haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y
sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente,
todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por
él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza;
aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual
subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera
de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más
de un palmo.
—A ese lunar —dijo don Quijote—, según la correspondencia
que tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro
Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del
rostro, pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has
significado.
—Pues yo sé decir a vuestra merced —respondió Sancho— que
le parecían allí como nacidos.
—Yo lo creo, amigo —replicó don Quijote—, porque ninguna
cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y
así, si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me
pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa?
—No era —respondió Sancho— sino silla a la jineta, con
una cubierta de campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
—¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! —dijo don Quijote—.
Ahora torno a decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los
hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular
la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente,
después de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en
sus bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo
que pudiesen hallarse en unas solemnes fiestas que en aquella insigne ciudad
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron cosas
que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas, como se verá
adelante.
(Resumen de los capítulos siguientes)
Una noche, en medio de un bosque, don Quijote y Sancho
encontrarán a ¡un verdadero caballero andante con escudero y todo! El caballero
se está lamentando tristemente por los desaires de su señora, Casildea de
Vandalia. Conmovido, don Quijote se acerca y se entabla una diálogo.
Previamente le ha pedido a Sancho que se retire a conversar con el escudero del
caballero desconocido.
“Entre
muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero del Bosque, dice la
historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
—Finalmente,
señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por mejor decir, mi
elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia. Llámola sin
par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo como en el estremo del
estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues, que voy contando, pagó mis
buenos pensamientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina a
Hércules, en muchos y diversos peligros, prometiéndome al fin de cada uno que
en el fin del otro llegaría el de mi esperanza; pero así se han ido eslabonando
mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé
principio al cumplimiento de mis buenos deseos. (…) En resolución, últimamente
me ha mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a
todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más
aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente y el
más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la mayor parte
de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han atrevido a
contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de haber vencido, en
singular batalla, a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y
héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este
vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque
el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos; y, habiéndole yo vencido a
él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona;
y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado;
cuanto más el vencido es reputado;
así
que, ya corren por mi cuenta y son mías las innumerables hazañas del ya
referido don Quijote.
Admirado
quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil veces por
decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua; pero reportóse
lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca su mentira; y así,
sosegadamente le dijo:
—De
que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros andantes
de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya vencido a don
Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese otro que le
pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.
—¿Cómo
no? —replicó el del Bosque—. Por el cielo que nos cubre, que peleé con don
Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro,
estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva,
de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre del Caballero de
la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador llamado Sancho Panza;
oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo llamado Rocinante, y,
finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso,
llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que, por llamarse Casilda y ser
de la Andalucía, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas señas no
bastan para acreditar mi verdad, aquí está mi espada, que la hará dar crédito a
la mesma incredulidad.
—Sosegaos,
señor caballero —dijo don Quijote—, y escuchad lo que decir os quiero. Habéis
de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que en este mundo
tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi misma persona, y
que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo
pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra parte, veo con los
ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo, si ya no fuese que como
él tiene muchos enemigos encantadores, especialmente uno que de ordinario le
persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse vencer, por
defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen granjeada y
adquirida por todo lo descubierto de la tierra. Y, para confirmación desto,
quiero también que sepáis que los tales encantadores sus contrarios no ha más
de dos días que transformaron la figura y persona de la hermosa Dulcinea del
Toboso en una aldeana soez y baja, y desta manera habrán transformado a don
Quijote; y si todo esto no basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí
está el mesmo don Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo,
o de cualquiera suerte que os agradare.
Y,
diciendo esto, se levantó en pie y se empuñó en la espada, esperando qué
resolución tomaría el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo sosegada,
respondió y dijo:
—Al
buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, señor don Quijote, pudo
venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en vuestro propio
ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas
ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el día, para que el sol vea
nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra batalla que el vencido ha de
quedar a la voluntad del vencedor, para que haga dél todo lo que quisiere, con
tal que sea decente a caballero lo que se le ordenare.
—Soy
más que contento desa condición y convenencia —respondió don Quijote.
Y,
en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron
roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteó el sueño.
Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en
saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta, singular y desigual[62]
batalla…”
Llegado el amanecer, se enfrentan ambos caballeros. El
desconocido lleva una armadura cubierta pequeños espejos, y también se pudo ver
la “…nariz del escudero del Bosque, que
era tan grande que casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto,
que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de
color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca;
cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro…”
Ambos caballeros finalmente se enfrentan, con tan buena
suerte para don Quijote, que derriba a su enemigo al primer golpe. Entonces
“…apeándose de
Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo
para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y
vio... ¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y
espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma
figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespectiva
mesma del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:
—¡Acude,
Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo, y advierte
lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores!
Llegó
Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil
cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba muestras de estar
vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:
—Soy
de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y meta la
espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco; quizá matará
en él a alguno de sus enemigos los encantadores.
—No
dices mal —dijo don Quijote—, porque de los enemigos, los menos.
Y,
sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho, llegó el
escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le habían hecho, y
a grandes voces dijo:
—Mire
vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los pies es el
bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
Y,
viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:
—¿Y
las narices?
A
lo que él respondió:
—Aquí
las tengo, en la faldriquera.
Y,
echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de máscara, de
la manifactura que quedan delineadas. Y, mirándole más y más Sancho, con voz
admirativa y grande, dijo:
—¡Santa
María, y valme! ¿Éste no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?
—Y
¡cómo si lo soy! —respondió el ya desnarigado escudero—: Tomé Cecial soy,
compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces,[63]
embustes y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y suplicad al
señor vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los
Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal
aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
En
esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le puso la
punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo:
—Muerto
sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja
en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto habéis de prometer,
si de esta contienda y caída quedárades con vida, de ir a la ciudad del Toboso
y presentaros en su presencia de mi parte, para que haga de vos lo que más en
voluntad le viniere; y si os dejare en la vuestra, asimismo habéis de volver a
buscarme, que el rastro de mis hazañas os servirá de guía que os traiga donde
yo estuviere, y a decirme lo que con ella hubiéredes pasado; condiciones que,
conforme a las que pusimos antes de nuestra batalla, no salen de los términos
de la andante caballería.
—Confieso
—dijo el caído caballero— que vale más el zapato descosido y sucio de la señora
Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y
prometo de ir y volver de su presencia a la vuestra, y daros entera y particular
cuenta de lo que me pedís.
—También
habéis de confesar y creer —añadió don Quijote— que aquel caballero que
vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le
parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el bachiller Sansón
Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su figura aquí me le
han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera, y
para que use blandamente de la gloria del vencimiento.
—Todo
lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís —respondió el
derrengado caballero—. Dejadme levantar, os ruego, si es que lo permite el
golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.”
Don Quijote y Sancho parten victoriosos, y el narrador
cuenta entonces que Sansón Carrasco había armado aquel embuste para vencer a
don Quijote y obligarlo bajo juramento a volver a su casa.
(Resumen de los capítulos siguientes)
Nuestros dos amigos viven varias aventuras disparatadas,
hasta que en cierta oportunidad conocen a un matrimonio de duques que también habían
leído la historia de don Quijote. Como eran jóvenes y tenían ganas de
divertirse, los invitan al palacio, donde por primera vez don Quijote recibe el
trato distinguido que merece como caballero andante. Y Sancho está feliz, porque
finalmente allí puede darse la gran vida, después de tantas peripecias
desgraciadas. Los duques están fascinados con su nuevo pasatiempo, e inventan
un montón de bromas, llenas de fantasía pero muy pesadas, para reírse de don Quijote y Sancho, quienes
creen ciertas todas las farsas en las que están confabulados todos los
habitantes del palacio, y en las que los duques pondrán en juego toda la
maquinaria de su poder. Por ejemplo, el duque le ofrece a Sancho el gobierno de
una ínsula que posee. El gran sueño del escudero de pronto se volverá realidad.
Pero esto ocurrirá más adelante.
Antes se presentará una extraña situación donde, esta
vez, una mentira se vuelve realidad, ante el desconcierto del mentiroso:
Sancho. Sancho le había contado en secreto a la duquesa cómo había engañado a
don Quijote diciéndole que Dulcinea estaba encantada, como pudiste leer en el
capítulo 10 de esta Segunda parte. Entonces, ahora será Sancho el engañado. Cierto día, los
duques salen de cacería con don Quijote,
Sancho y todos los cortesanos del palacio. Llegada la noche, se presenta
en el bosque una extraña comitiva. El duque, haciéndose el sorprendido,
saludará a una aterrorizadora figura:
“-¿Quién
sois, adónde vais, y qué gente de guerra es la que por este bosque parece que
atraviesa?
A
lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada:
—Yo
soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que por aquí
viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la
sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el gallardo francés
Montesinos, a dar orden a don Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal
señora.
—Si
vos fuérades diablo, como decís y como vuestra figura muestra, ya hubiérades
conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le tenéis delante.
—En
Dios y en mi conciencia —respondió el Diablo— que no miraba en ello, porque
traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la principal a que
venía se me olvidaba.
—Sin
duda —dijo Sancho— que este demonio debe de ser hombre de bien y buen
cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo
tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente.”
…………………………………………………………………………..
“Al
compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que
llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo
blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo vestido de
blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano. Era el carro dos
veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban
otros doce diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas,
vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía
sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos
ellos infinitas hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo
menos vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado
cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos,[64]
por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de doncella, y las muchas
luces daban lugar para distinguir la belleza y los años, que, al parecer, no
llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.
Junto
a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta
los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al punto que llegó el
carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música de
las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes que en el carro sonaban; y,
levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos lados, y,
quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser la mesma figura de la
muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo,
y los duques hicieron algún sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta
muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a
decir desta manera:
—Yo soy Merlín, aquel
que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
……………………………………………………
dicen que tuve por mi padre al diablo
……………………………………………………
Y, puesto que es de los
encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas
de Dite,[65]
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caracteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caracteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor
de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante!
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trescientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
las túnicas de acero y de diamante!
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trescientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
—¡Voto
a tal! —dijo a esta sazón Sancho—. No digo yo tres mil azotes, pero así me daré
yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no
sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor
Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la señora Dulcinea del
Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!
—Tomaros
he yo —dijo don Quijote—, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un
árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no digo yo tres mil y
trescientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados que
no se os caigan a tres mil y trescientos tirones. Y no me repliquéis palabra,
que os arrancaré el alma.
Oyendo
lo cual Merlín, dijo:
—No
ha de ser así, porque los azotes que ha de recibir el buen Sancho han de ser
por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere; que no se le
pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redimir su vejación
por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se los dé ajena mano, aunque
sea algo pesada.
—Ni
ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar —replicó Sancho—: a mí no me ha de
tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del Toboso, para
que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí, que es parte
suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se
puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su
desencanto; pero, ¿azotarme yo...? ¡Abernuncio![66]
Apenas
acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada ninfa que
junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le
descubrió tal, que a todos pareció mas que demasiadamente hermoso, y, con un
desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando derechamente con
Sancho Panza, dijo:
—¡Oh
malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas
guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras, que te
arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del género
humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de
culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún
truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y
esquivo; pero hacer caso de tres mil y trescientos azotes, que no hay niño de
la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva,[67]
espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de
todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Muévate,
socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía, que aún se
está todavía en el diez y... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a
veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y
si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín,
que está presente, sólo porque te enternezca mi belleza. Date, date en esas
carnazas, bestión indómito, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la
mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres
ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre
caballero que a tu lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el
alma, que la tiene atravesada en la garganta.
Don
Quijote dijo, volviéndose al duque:
—Por
Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el alma atravesada
en la garganta, como una nuez de ballesta.
—¿Qué
decís vos a esto, Sancho? —preguntó la duquesa.
—Digo,
señora —respondió Sancho—, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.
—Abrenuncio
habéis de decir, Sancho, y no como decís —dijo el duque.
—Déjeme
vuestra grandeza —respondió Sancho—, que no estoy agora para mirar en sutilezas
ni en letras más a menos; porque me tienen tan turbado estos azotes que me han
de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni lo que me hago. Pero
querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcinea del Toboso adónde
aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a
azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos
nombres, que el diablo los sufra.”
A lo largo del resto de la obra, don Quijote rogará a
Sancho se dé los azotes en cuestión, pero éste los irá postergando y la pobre
Dulcinea nunca será desencantada.
(Resumen de los capítulos siguientes)
Una de las más ridículas y a la vez sublimes aventuras
será la del caballo Clavileño, en la que se atreverán a viajar por el cielo.
Unas damas de la duquesa deben llevar el rostro cubierto, porque por la
maldición del malvado sabio encantador Malambruno tienen los rostros cubiertos
de inmensas barbas. Acuden a pedir el socorro de don Quijote, ya que para
deshacer la “maldición” deberá viajar con Sancho viajar en el caballo de madera
Clavileño por los cielos, con los ojos cubiertos. Don Quijote acepta el
desafío, pero Sancho tiene miedo y se resiste. Pero el duque le recordará que
si quiere gobernar la ínsula que le ha prometido debe demostrarle que es un
hombre valiente. Entonces, cuando Malambruno envía la máquina, ambos se suben,
y con una serie de trucos (como echarles viento con fuelles o acercarles fuego
para que les parezca que se acercan al sol) les harán creer que en realidad
están volando. Al bajar, el hechizo se ha roto: las damas ya no tienen barba, y
Sancho contará entusiasmado cómo espió por debajo de la venda y vio a los
hombres desde arriba, del tamaño de una avellana, y hasta cómo se bajó de
Clavileño para jugar con la constelación de las Siete Cabritas:
“Y
sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas;[68]
y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo,
que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con ellas un rato...! Y
si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, y ¿qué hago?
Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente me apeé de
Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos alhelíes y como
unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió de un lugar, ni
pasó adelante.
—Y,
en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras —preguntó el duque—,
¿en qué se entretenía el señor don Quijote?
A
lo que don Quijote respondió:
—Como
todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es
mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto
ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es
verdad que sentí que pasaba por la región del aire, y aun que tocaba a la del
fuego; pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues, estando la región
del fuego entre el cielo de la luna y la última región del aire, no podíamos
llegar al cielo donde están las siete cabrillas que Sancho dice, sin
abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente o Sancho sueña.
—Ni
miento ni sueño —respondió Sancho—: si no, pregúntenme las señas de las tales
cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.
—Dígalas,
pues, Sancho —dijo la duquesa.
—Son
—respondió Sancho— las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una
de mezcla.
—Nueva
manera de cabras es ésa —dijo el duque—, y por esta nuestra región del suelo no
se usan tales colores; digo, cabras de tales colores.
—Bien
claro está eso —dijo Sancho—; sí, que diferencia ha de haber de las cabras del
cielo a las del suelo.
—Decidme,
Sancho —preguntó el duque—: ¿vistes allá en entre esas cabras algún cabrón?
—No,
señor —respondió Sancho.”
……………………………………………………………………………………
“Con
el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan
contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el
acomodado[69]
sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza
y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el
gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de
Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase[70]
y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban
esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
—Después
que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi
tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser
gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué
dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como
avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra
señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más
de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.
—Mirad,
amigo Sancho —respondió el duque—: yo no puedo dar parte del cielo a nadie,
aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas esas mercedes
y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda
y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis
dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
—Ahora
bien —respondió Sancho—, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal
gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia
que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el
deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
—Si
una vez lo probáis, Sancho —dijo el duque—, comeros heis las manos tras el
gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que
cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van
encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le
pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
—Señor
—replicó Sancho—, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de
ganado.
—Con
vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo —respondió el duque—, y yo espero
que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese esto aquí y
advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y
esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar y de todas
las cosas necesarias a vuestra partida.
—Vístanme
—dijo Sancho— como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré
Sancho Panza.”
Antes de la partida, don Quijote tendrá una conversación
a solas con Sancho, donde le dará una serie de consejos. (Es importante que
sepas que Sancho, en su función de gobernador, también deberá dictaminar
justicia.) Para que tengas bien en claro
que nuestro héroe, era más sabio que loco, acá vamos a transcribir para vos
algunos de esos consejos.
“Haz gala, Sancho, de la humildad de tu
linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo
que no te corres (avergüenzas), ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso
que pecador soberbio. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te
precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los
tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se
aquista,[71]
y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto así, como lo
es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus
parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y
regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se desprecie de
lo que él hizo.
Hallen
en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las
informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y
dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la
ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del
compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la
dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito
de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del
caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en
ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa
de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte
justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y
considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue
tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con
obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del
suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo
de tu jurisdición considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la
depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer
agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los
atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el
de la misericordia que el de la justicia. Si estos preceptos y estas reglas
sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios
colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos
tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en
los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y
madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros
netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar
tu alma.”
Sancho se emociona al escuchar estos y otros consejos de
su señor, y al día siguiente parte con una gran comitiva hacia la ínsula (una
ínsula es una isla) Tal es la ignorancia de Sancho, que no registra que llegan
a la “ínsula” caminando. En la aldea a la que llegan, que pertenece al ducado,
todos están aliados para seguir con la broma que han maquinado los duques:
Sancho hasta tendrá un médico particular, que le impedirá comer los manjares
que le presentan para “cuidar su salud”, lo cual lo enfurece y finalmente
terminará despidiendo al “médico”.. Sin embargo, sorprenderá a todos con su
sabiduría y buen criterio a la hora de dictar justicia. Acá te transcribimos
una de los casos que tuvo que presidir:
“Luego,
acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un
hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:
—¡Justicia,
señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al
cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad
dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y,
¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres
años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros; y yo,
siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en
el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase
ahora con sus manos limpias a manosearme.
—Aun
eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán —dijo
Sancho.
Y,
volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de aquella
mujer. El cual, todo turbado, respondió:
—Señores,
yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de
vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y
socaliñas[72]
poco menos de lo que ellos valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a
esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que
yogásemos juntos; paguéle lo suficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no
me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el
juramento que hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces
el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que
hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la
sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo
temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas[73]
a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así
miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del
juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si
era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas
salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y
los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
—Buen
hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved
aquí con ella.
Y
no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que
se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel
pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer más asidos y aferrados
que la vez primera: ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el
hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía,
la cual daba voces diciendo:
—¡Justicia
de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y
el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y en mitad de la calle,
me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandó darme.
—Y
¿háosla quitado? —preguntó el gobernador.
—¿Cómo
quitar? —respondió la mujer—. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten
la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no
este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán
bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de
en mitad en mitad de las carnes!
—Ella
tiene razón —dijo el hombre—, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso
que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.
Entonces
el gobernador dijo a la mujer:
—Mostrad,
honrada y valiente, esa bolsa.
Ella
se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada
y no forzada:
—Hermana
mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa
le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas
de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no
paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de
doscientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera,[74]
desvergonzada y embaidora![75]
Espantóse
la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:
—Buen
hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante,
si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con
nadie.
El
hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes
quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador.”
Sin embargo, a los pocos días se desatará una “guerra”, y
Sancho se ve en peligro de muerte; se asusta muchísimo y, como valora más su
vida que el poder, renunciará a su cargo y volverá como escudero al lado de don
Quijote. Éste, en tanto, ha estado en apuros, porque otra burla generada por
los duques lo acosa: la hermosa Altisidora, doncella quinceañera de la duquesa,
se ha “enamorado” apasionadamente del caballero andante. Echando mano a su
voluntad de hierro, el pobre don Quijote encuentra fuerzas para rechazar,
cortés pero firmemente, los numerosos ofrecimientos de la jovencita, ya que su
corazón y su cuerpo pertenecen a su señora Dulcinea. Y para que le quede bien
clarito, cantará esta canción que él mismo compuso, al pie de la ventana de la
imprudente y osada doncella, en la cual le aconseja que sea más recatada, y que
se mantenga ocupada para poder olvidarlo:
“—Suelen las fuerzas de
amor
sacar de quicio a las almas,
tomando por instrumento
la ociosidad descuidada.
sacar de quicio a las almas,
tomando por instrumento
la ociosidad descuidada.
Suele el coser y el
labrar,
y el estar siempre ocupada,
ser antídoto al veneno
de las amorosas ansias.
y el estar siempre ocupada,
ser antídoto al veneno
de las amorosas ansias.
Las doncellas recogidas
que aspiran a ser casadas,
la honestidad es la dote
y voz de sus alabanzas.
que aspiran a ser casadas,
la honestidad es la dote
y voz de sus alabanzas.
Dulcinea del Toboso
del alma en la tabla rasa
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
del alma en la tabla rasa
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
La firmeza en los
amantes
es la parte más preciada,
por quien hace amor milagros,
y asimesmo los levanta.”
es la parte más preciada,
por quien hace amor milagros,
y asimesmo los levanta.”
Todo el palacio estaba escuchando a escondidas y
muriéndose de risa; y entonces quisieron terminar la broma arrojando desde el
techo del palacio sobre el caballero una bolsa llena de gatos, uno de los
cuales lo atacó fieramente:
“…vieron
al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su
rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a
despartirla, y don Quijote dijo a voces:
—¡No
me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero,
con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote
de la Mancha!”
Y más tarde fue la mismísima Altisidora quien lo curó de
sus heridas; y para continuar molestándolo …
“…con
sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido; y, al
ponérselas, con voz baja le dijo:
—Todas
estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza
y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse,
porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni tú lo goces,
ni llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo yo, que te adoro.
A
todo esto no respondió don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo
suspiro…”
Vuelto Sancho a palacio, don Quijote decide partir, ya
que él no es caballero cortesano sino caballero andante, y ya siente que los
lujos de la corte le resultan un estorbo para la misión de justiciero que se ha
impuesto. Así, ante la pena del pobre Sancho que nunca en su vida había comido
tan bien, parten hacia las playas de
Barcelona. Luego de una serie de situaciones, bastante complejas por cierto, se
da una de las secuencias cruciales de la obra, que te invitamos a leer en el
capítulo LXIV:
Capítulo LXIV.
Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don
Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido
(…) Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la
playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran
sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio
venir hacía él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el
escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que
podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
—Insigne caballero y jamás como se debe alabado don
Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas
hazañas quizá te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a
probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi
dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del
Toboso; la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu
muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te
venciere, no quiero otra satisfacción sino que, dejando las armas y
absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo
de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en
provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la
salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza,
y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama
de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego, porque hoy todo
el día traigo de término para despachar este negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la
arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le
desafiaba; y con reposo y ademán severo le respondió:
—Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora
no han llegado a mi noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre
Dulcinea; que si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta
demanda, porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber
belleza que con la suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís,
sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido,
acepto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis
determinado; y sólo excepto de las condiciones la de que se pase a mí la fama
de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me
contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que
quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la
bendiga.
Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca
Luna, y díchoselo al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha.
El visorrey,
creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por
don Antonio Moreno, o por otro algún caballero de la
ciudad, salió luego a la playa con don Antonio y con otros muchos caballeros
que le acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a Rocinante
para tomar del campo lo necesario.
Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de
volverse a encontrar, se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les
movía a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna
respondió que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las
mismas que había dicho a don Quijote, con la aceptación de las condiciones del
desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y
preguntóle paso si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si era
alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni
sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta
tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la batalla;
pero, no pudiéndose persuadir a que fuese sino burla, se apartó diciendo:
—Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino
confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el
de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas
razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo;
el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea —como tenía de
costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían—, tornó a tomar otro
poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin tocar
trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron
entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como era más ligero
el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera,
y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la
levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por
el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y, poniéndole la lanza sobre
la visera, le dijo:
—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis
las condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera,
como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
—Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y
yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza
defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me
has quitado la honra.
—Eso no haré yo, por cierto —dijo el de la Blanca Luna—:
viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del
Toboso, que sólo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar
un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes
de entrar en esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros
muchos que allí estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como
no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría
como caballero puntual y verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca
Luna, y, haciendo mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en
la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que
en todas maneras supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el
rostro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se
pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué
decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y que
toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y
obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus
hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se
deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho Rocinante, o
deslocado su amo; que no fuera poca ventura si deslocado quedara. Finalmente,
con una silla de manos, que mandó traer el visorrey, le llevaron a la ciudad, y
el visorrey se volvió también a ella, con deseo de saber quién fuese el
Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante había dejado a don Quijote.
¿Y quién era el Caballero de la Blanca Luna? Pues nada
más ni nada menos que Sansón Carrasco, que se había quedado con la frustración
de no haber podido vencer a don Quijote cuando lo enfrentó bajo la figura del
Caballero de los Espejos. Y de este modo espera que, en el término de un año de
quedarse en su casa, a nuestro caballero se le cure la monomanía de creerse un
personaje de ficción.
Sin embargo, don Quijote no vivirá un año, ya que al poco
tiempo “… porque, o ya fuese de la
melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo,
que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la
cama…”
Don Quijote recuperará la cordura y morirá como Alonso
Quijano, repudiando a los libros de caballerías y a las locuras que ellos le
llevaron a cometer. Y cierran el libro las palabras de la pluma con las que fue
escrito, diciendo:
“Para
mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los
dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor que se atrevió, o se ha
de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas
de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su
resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje
reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote (…)
pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las
fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de
mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda
alguna. “
[1] Astillero: Lancera o
estante en que se ponen las lanzas u otras armas.
[2] Adarga: Escudo hecho de
ante o piel de búfalo.
[3] La olla que de los
huesos quebrantados y de las extremidades de las reses que se desgraciaban y
morían entre semana se hacía en algunos lugares de La Mancha y en otras partes,
para comerla los sábados, cuando en los reinos de Castilla no se permitía comer
en tales días, las demás partes ni la grosura, cuya costumbre derogó Benedicto
XIV, en 1748. Duelos y quebrantos: "Huevos y torrezno" o la
"merced de Dios".
[4] Velarte: Paño fino negro
o azul oscuro; sayo de velarte: “sobrecapote de paño fino, de mucho abrigo".
[5] Calzas: pl. fr. Calzas
de velludo: "Medias de terciopelo felpa". Pantalones.
[6] Vellorí era el
paño entrefino y sin teñir, del color de la lana, pardo y ceniciento.
[7] Mozo: fr. Mozo de campo y plaza: “el que se
empleaba en el laboreo y en el servicio de casa".
[8] Desafío: Acto de romper la fe y amistad de
uno
[9] Maestro: médico.
[10] La universidad de
Sigüenza, como, más adelante en el texto, la de Osuna (por la que era
licenciado el doctor Pedro Recio de Agüero, natural de Tirteafuera, y el
licenciado loco sevillano de la Segunda parte), eran universidades
«silvestres», poco prestigiosas, más baratas que las de Salamanca o Alcalá y
menos exigentes a la hora de otorgar los títulos. Corría la fama de que los
profesores, al aprobar al estudiante que se graduaba, decían: «Aceptemos el
dinero y mandemos a este asno a su patria». Aunque a lo largo del libro el cura
Pero Pérez muestra ser sabio, discreto y tracista. Esta cita inicial es, por
tanto, burlesca
[11] Allende,
equivalente de Ultramar.
[12] Uno de los doce Pares,
llamado el traidor, por haber entregado el ejército francés a los moros.
[13] Celada: encajada con el
morrión, protegía la parte inferior de la cabeza.
[14] Don Quijote no va armado como iría un
caballero andante de verdad, sino que va disfrazado con armas desiguales y
antiguas. Es un personaje de Carnaval que quiere actuar como tal en todas las
épocas del año.
[15] Cuarto: doble sentido, moneda y cierta enfermedad que da a los caballos
en los cascos.
[16] Gonela: Bufón del marqués de Ferrara, cuyo
caballo era famoso por su flaqueza.
[17] «Todo fue piel y huesos».
[18] Quijote: Pieza de la armadura que cubría el
muslo.
[19] Presentado: Presente o regalo.
[20] Ni (él) le dio cuenta de
ello
[21] Ahincamiento: ahínco.
[22] Membraros:
acordaros.
[23] Acaso: casualmente.
[24] Mujeres del partido:
mujeres públicas.
[25] Papelón: Cartón.
[26] Emplea don Quijote a veces la «fabla»
antigua, que se caracteriza por sus arcaísmos: fuyan, ca (porque), facerle.
[27] Correrse: avergonzarse.
[28] Ál: Otra cosa, otro.
[29] Lo mismo que burlador.
[30] Mañana en aquel día: “Hoy día”.
[31] Todas son calles y plazas de esas ciudades
frecuentadas por pícaros.
[32] Tuerto: Injuria,
sinrazón.
[33] Recuestar: Buscar,
solicitar de amores.
[34] Continente: Modo, estilo, camino.
[35] No se curó: no hizo caso
[36] Desfallecer: Faltar.
[37] Atender: Aguardar,
esperar.
[38] Llamábase la pescozada, y la daban los
mismos reyes cuando armaban caballeros, con la cual se advertía a los noveles
que se despertasen, y no se durmiesen en las cosas de la caballería.
[39] O de Sancho Minaya. La calle existe hoy en
Toledo, entre la Plaza de San Vicente y la Plaza de las Capuchinas.
[40] Prez: (se usaba como masc.). Honra de la
victoria.
[41] Pan de trastrigo: algo imposible.
[42] Averiguarse con uno: Avenirse, reducirse a la
razón.
[43] Tal vez: alguna vez
[44] Duecho: ducho, experto.
[45] Mi oíslo es «mi mujer»;
esta es la única ocasión que la mujer de Sancho se llama Juana Gutiérrez o Mari
Gutiérrez, porque después se llamará Teresa Panza o Teresa Cascajo, o Teresona
o Teresaina, a lo pastoril. Avellaneda la llamó siempre Mari Gutiérrez, como en
esta ocasión Cervantes.
[46] Esto es, gobernador de
provincia con su audiencia para sentenciar y definir pleitos.
[47] Afincamiento: aflicción
[48] Yoguieren: de yacer
[49] Plasmador: Hacedor.
[50] Refrán: donde se piensa
que hay tocinos, no hay ni estacas.
[51] Oxte, puto: «Retírate,
maricón», aplicado al diablo; allá darás, rayo… «en casa de Tamayo».
[52] Buscar algo muy difícil
de encontrar, por estar perdido entre tantas cosas parecidas.
[53] Insistir, empeñarse en
que le den la razón.
[54] A paso tirado: “A paso
largo, con prisa”.
[55] Rótulos de Cátedra: se
inscribían con tinta roja en los muros de las universidades con los nombres de
los nuevos catedráticos o doctores.
[56] Remendadas: de piel
manchada.
[57] Concejil: de uso común.
[58] Sin gracia.
[59] Requiebros.
[60] Atufó
[61] Lercha: Junquillo para
ensartar aves muertas, etc.
[62] Sin igual.
[63] Maquinaciones.
[64] Lizo: Hilo fuerte que
sirve de urdimbre.
[65] Uno de los nombres de
Plutón, dios del infierno.
[66] Abernuncio : Metátesis
por ab renuntio, «renuncio», de la fórmula de la liturgia «renuncio a Satanás».
«Renuncio a ello».
[67] Adarva: asombra, pasma.
[68] La constelación de las
Pléyades.
[69] Acomodado -da. adj. Que
se aviene con facilidad a todo.
[70] Preparase.
[71] Aquistar: Adquirir.
[72] Socaliña: Ardid para
sacar lo que uno no está obligado a dar.
[73] Reverencias exageradas
(a lo morisco).
[74] Churrillero -ra: Charlatán,
embustero.
[75] Embaidor -ra: Embustero,
engañador.