martes, 29 de noviembre de 2011

Dos artículos sobre El guardián entre el centeno

Chicos y chicas: les dejo estos dos interesantísimos artículos de dos excelentes escritores argentinos sobre nuestro querido y noble guardián. Espero que los disfruten...

J.D. Salinger: el escritor que esta solo y no espera

El castrador oculto

Autor de libros fundamentales de la literatura del siglo XX como “Nueve cuentos” o “The Catcher in the Rye”, Jerome David Salinger decidió, un día de 1965, en la cima de su fama como escritor, seguir escribiendo eternamente pero dejar de publicar para siempre. Desde entonces, se cree que todos los días continúa en soledad la saga de la familia Glass y que guarda sus manuscritos en una enorme caja de seguridad, en su propia casa. Interrogador del ejército en la Segunda Guerra y creador de héroes que parecen siempre atrapados en el mundo de los adultos, ¿por qué fascina Salinger? “Sencillamente, porque a veces escribe muy bien”, afirma el autor de esta nota.

Por Fabián Casas

Truco. Salinger fascina porque a veces realiza proezas narrativas en muy pocas páginas. Y siempre con el mismo truco: pasando abruptamente de la primera a la segunda persona.

Ah, las viejas series! Tenían capítulos unitarios que empezaban y terminaban en el mismo día, aunque algunas siguieran su trama a lo largo de toda la temporada. Las veíamos por la noche, con toda mi familia tirada sobre la cama matrimonial de mis viejos. En ese entonces, seguíamos El fugitivo. Me acuerdo del último capítulo, en el que el doctor Richard Kimble consigue atrapar al Hombre Manco que había matado a su esposa. Un capítulo doble con final feliz y catártico. Ahora la cosa se perfeccionó, se volvió rizomática. Por ejemplo Lost. No me imagino que pueda tener un final satisfactorio para sus seguidores –dentro de los cuales me encuentro–, a esta altura del partido y con cuatro temporadas en el buche. No, me parece que los guionistas no van a poder suturar a Lost cuando deban converger las tramas y subtramas que se fueron desperdigando dentro y fuera de la isla. Creo que Benjamin Linus no quiere producir satisfacción. Con la obra inédita de J.D. Salinger va a pasar lo mismo. Cuando finalmente ya no esté entre nosotros y, como suele suceder, le abran la caja fuerte donde, dicen, tiene los originales que ha venido escribiendo desde que dejó de publicar, en 1965, sus lectores devotos van a sufrir una desilusión. ¿Por qué? Porque siguiendo Seymour, una introducción, penúltimo relato publicado de la saga de los Glass, uno se encuentra ya no con un texto de ficción, sino con una hagiografía, un manual para santos, algo parecido a la New Age pero con un ruido pertubador de fondo.
Para Salinger, los personajes se volvieron más reales que los lectores. No se puede juzgar a Seymour Glass, porque es un santo que mora en el cerebro del escritor de Cornish. Salinger ha creado una secta para vencer el miedo a la muerte, al deseo, a la vejez y a la ansiedad de la notoriedad. Sus personajes son los primeros que ha reclutado para ese culto. Le tocó comprender muy joven, como soldado en las playas del día D, que la vida es un infierno sin posibilidad de buen final. Tal cual lo intuye el Sargento X, del extraordinario relato Para Esmé, con amor y sordidez, quien –al igual que su creador–no ha podido terminar la guerra con las facultades intactas.
El vagabundo del Karma. Vivimos en una sociedad vanidosa, donde se ha perdido la posibilidad de estar solo. Ya casi no hay vida privada y todo tiende a suceder en las pantallas. De ahí que una persona como Salinger, que simplemente ha decidido no publicar más lo que escribe y mucho menos dar reportajes, sea catalogada por la prensa mundial como “El recluso”. Parece que quien no quiere salir en los medios, es decir, no entrar en el juego de la visibilidad, es un outsider. Antes un recluso era alguien detenido en una cárcel de máxima seguridad (como el joven Robledo Puch, tan parecido a Rimbaud en su juventud); o un ser que decidía clausurarse en vida para dedicar su alma a Dios, como en el relato El padre Sérgii, de León Tolstoi. Salinger, por lo que se puede saber, sigue haciendo una vida normal. Va de compras al supermercado, va de cuerpo en un baño que tiene pegado a su dormitorio (según afirma Joyce Maynard), mira viejas películas con un proyector (es probable que se haya modernizado y vea DVD) y solía asistir a las graduaciones de sus dos hijos (según afirma Margaret Salinger, su hija). Y una cosa más: todas las mañanas se pone un overol, medita, y después entra a un pequeño cuarto donde escribe las historias de la familia Glass.
No se sabe que le haya mostrado estos textos a alguien. Joyce Maynard, quien vivió con él cuando era casi una niña, escribió en Mi verdad, su autobiografía: “Entramos en casa de Jerry desde el sótano, donde tiene un frigorífico lleno de frutos secos y hortalizas de su huerto. A través de la escalera accedemos directamente a la sala de estar. En ella hay un par de sofás tapizados de terciopelo muy gastado relleno de plumas, butacas, mesas cubiertas de libros y de revistas de homeopatía, catálogos, rollos de películas y periódicos. También hay un televisor, un tocadiscos, montones de cartas y números atrasados del New Yorker. La casa es pequeña: cocina, sala de estar y los dormitorios de Jerry y de sus dos hijos, aparte de una habitación atiborrada de libros y periódicos en la que veo la máquina de escribir de Jerry. Además, si bien no me la muestra (ni me la mostrará tampoco en todos los meses que viviré en la casa) hay una caja de caudales de las dimensiones de otra habitación, donde tiene guardados sus manuscritos inéditos”.
Está bueno lo de la máquina de escribir para alguien que no va a dar a reproducir más sus textos por el mundo. Es como imprimir al instante. David Viñas me dijo una vez que en los libros de algunos escritores se podía sentir el ruido de fondo de la computadora. Salinger, en cambio, le pega a la máquina. Me imagino el ruido de las letras metálicas al golpear sobre la hoja, en la inmensidad del bosque donde vive. Una especie de mensaje en clave morse del Sargento Salinger, ex miembro del servicio de contrainteligencia de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Grandes montañas de cuerpos. Mark David Chapman, el Anticristo del pop, estaba obsesionado con The Catcher in the Rye, sobre todo con una escena que muchos de los que disfrutamos ese libro conocemos de memoria. No es una escena principal, simplemente es una escena puesta en estado de pregunta, con toda la potencia de la poesía. Holden Caufield está dentro de un taxi y empieza a hablar con el conductor, que se llama Horowitz:
—Oiga, Horwitz ¿pasó alguna vez cerca de la laguna del Central Park?
—¿Cerca de dónde?
—De la laguna. Del lago pequeño que hay allí. Donde están los patos ¿No recuerda?
—Sí. ¿Qué tiene?
—Sin duda, habrá visto a los patos que nadan en ella en primavera. ¿No sabe, por casualidad, adónde van en invierno?
—¿Adónde van quiénes?
—Los patos. ¿No lo sabe, por casualidad? Digo: ¿viene alguien con un camión para llevárselos o vuelan ellos… hacia el Sur o algo por el estilo?
Horowitz se dio vuelta en el asiento. Era un tipo impaciente. Sin embargo, no era malo.
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo saber una estupidez como ésa?
—Bueno, no se enoje –le dije. Parecía que la cosa no le había gustado.
En los relatos de Salinger anteriores a su conversión al “glasismo”, este tipo de incertidumbre propia de la mente infantil es muy común. Sus héroes parecen estar atrapados en el mundo de los adultos y desde ahí dan pelea, pero no con certezas, sino con extravagancias: como Seymour en Un día perfecto para el pez banana, donde ayuda a la nenita Sybil a entrar en el mar besándole la planta de su pie de una manera sugerente, o el joven perturbado que en otro cuento memorable vaticina que se viene la guerra contra los esquimales.
Muchos de los cuentos anteriores de Salinger –no publicados en libros pero sí en revistas–, que le sirvieron para calentar motores antes de empezar con su obra central, versaban de soldados en su día de franco o soldados que se preparaban para ir a la guerra. Leídos ahora, resultan pedagógicos. Pero ya estaba de fondo la lucha por mantenerse joven y no caer en el mundo mediocre de los adultos. No se suele ubicar a Salinger como un escritor de guerra, pero la guerra fue la que modeló su carácter para siempre. El escritor estuvo en el 12º Regimiento de Infantería de la Cuarta División cuando éste puso su pie en la playa de Utha. Fue una carnicería atroz. Se sabe que, previamente al día D, Salinger estaba terminando varios capítulos de The Catcher…, con la portátil que se había llevado a la trinchera. Y que mientras avanzaban para cercar a los alemanes, como miembro del CCI, se encargaba de interrogar a los prisioneros. Como el Sargento X de Esmé, Salinger terminó con un colapso mental. Muchos años después, en el jardín de su casa de Cornish, su hija Margaret solía ver a su padre extático y poseído: “Un día estaba de pie al lado de mi padre, tendría yo unos siete años, y estuvo durante una eternidad con la mirada perdida puesta sobre las espaldas de los jóvenes albañiles que construían una nueva parte de la casa, iban sin camiseta y el sudor brillaba sobre sus músculos bajo el sol. Cuando volvió a la vida, me dijo: ‘Todos estos chicos, tan fuertes, siempre estaban en las primeras filas, siempre eran los primeros en caer, uno tras otro’, dijo, haciendo un gesto con las manos como si apartase grandes montañas de cuerpos”.
El gurú de la contrainteligencia. Así que en algún momento de la Segunda Guerra Mundial J.D. Salinger perdió la cabeza. Otra vez, como la describe en el relato de Esmé, se podría decir que su mente se bamboleaba como un bulto mal asegurado en el portaequipaje de un tren.
De manera que por un lado tenemos un Salinger joven, emprendedor y entusiasta que empieza a escribir para las revistas satinadas y con la mira puesta en ser publicado en el consagratorio New Yorker. De pronto viene la guerra y con su red metálica le deja la vida partida como una cancha de tenis. A partir de ahí va a ser un soldado, aun cuando hayan pasado muchos años del fin de las hostilidades. Esto lo describe muy bien su hija Margaret –citada varias veces más arriba– en su libro El gardián de los sueños: “La guerra, como algo inacabado, siempre estuvo presente en su cabeza durante los años que viví en casa. Incluso de adolescente, cuando llegaba a casa y empezaba a darme la lata con algo, como hacen los padres con los adolescentes. Le decía: ‘Papá ¡dejá de interrogarme, ya!’. Y él contestaba: ‘No puedo evitarlo, es lo que soy’. No usaba el pasado sino el presente, como si todavía estuviera interrogando a los prisioneros. ‘Es lo que soy.’ Da un poco de miedo”.
Ya no tendría que resultar paradójico que uno de los héroes de la contracultura juvenil, un ícono para muchos de la rebeldía de los jóvenes contra los mayores, sea en el fondo un militar con una clara orientación de derecha. Witold Gombrowicz –el defensor de la juventud y la inmadurez– tampocó comulgó con los muchachos revoltosos del Mayo Francés. Salinger también –siempre según su hija– era poco afecto a los negros, los indios y los hispanos. Una vez que ella sacó un diez en Español, su padre le gritó: “¡Genial, ahora estudiás el idioma de los ignorantes!”. Para el Catcher sólo existián los chinos y los nobles hindúes. Desde que salió de la guerra, J.D. Salinger ha incursionado en muchos cultos: el budismo zen, el hinduismo vedanta, la ciencia cristiana, la dianética de Ron Hubbard, y se entregó a muchas prácticas extravagantes como beber orina, hablar en lenguas desconocidas y sentarse en un acumulador de orgone de Reich. Según Joyce Maynard, comiendo macrobiótica y meditando, pretende vivir hasta los doscientos años. Ahora bien, lo cierto es que, más allá de sus obsesiones personales, este escritor dejó, por lo menos, tres libros notables: los Nueve cuentos, The Catcher in the Rye (traducido como El cazador oculto o El guardián entre el centeno) y Levantad carpinteros la viga del tejado. La mayoría de los personajes de estos relatos son niños extraordinarios, sabios y casi casi la encarnación de la Divinidad. Leyéndolos, uno puede sentir lo que se siente cuando percibimos en una persona inquietante los síntomas futuros de la locura. Aunque están puestos por el autor para luchar contra el mundo adulto, para celebrar la posibilidad de ser for ever young, uno siente que, en realidad, son adultos demasiado rápido. No sé, siempre me desagradaron los niños genios, esos que escriben libros geniales y dicen cosas geniales. Me gustan los chicos normales, los tarados como yo que conocí en mi infancia en la escuela Martina Silva de Gurruchaga.
¿Entonces, por qué fascina Salinger? Sencillamente porque a veces escribe muy bien. El cuento Esmé es una proeza narrativa concretada en pocas páginas. Y tiene un solo truco: en el comienzo, hay un narrador en primera persona. En la segunda parte del relato, se pasa a una segunda sin mucha explicación. Pero de golpe. Como si las frases se mimetizaran con la somnolencia mental que sufre el perturbado Sargento X. Algo pasó en el medio, pero de eso no se habla. Eso que está elidido y que Salinger prefiere no narrar es lo que no se puede nombrar porque el lenguaje no está preparado para transcribir esas cosas. No es la técnica del témpano de Hemingway, es la técnica del fuego del Diablo, el otro gran demiurgo.
Otro cuento clave de Salinger es en el que se narra el suicidio de Seymour, Un día perfecto para el pez banana. El héroe de la familia Glass empieza su representación en la saga tomándose el palo. Se pega un tiro inesperado en el hotel donde está con su esposa pasando las vacaciones. En el comienzo del relato, la esposa y su suegra tienen una conversación telefónica que nos hace presagiar que algo anda mal, pero en la suegra, no en Seymour. Uno tiende a pensar: una vieja conservadora que no entiende a los jóvenes brillantes. Es realmente exquisita la manera en que Salinger relata el cuento. Son como breves escenas de teatro que van dando cuenta de una tragedia. La charla telefónica, Seymour y Sybil en la playa, y Seymour ya de vuelta en el hotel, a un costado de la cama gemela donde duerme su mujer y con una pistola automática Ortigies, calibre 7.65 en la mano para volarse la sien. ¿Pero qué pasó? Se sacude el lector. ¿Estaba loco en serio? ¿Tenía razón la vieja que le limaba la cabeza a la hija pidiéndole que se cuidara de su marido? Con el correr de los libros vamos a tener una respuesta: Seymour Glass, como el Nazareno, se suicidó por nosotros. Porque estaba escrito, pero esta vez por Salinger. Y como Cristo, también, les besó los pies a sus apóstoles, los niños, esta vez encarnados en la pequeña Sybil Carpenter.
En su hermoso libro El nacimiento de la literatura argentina, Carlos Gamerro dice que Salinger dejó de publicar no porque le molestara la crítica adversa, sino porque le molestaba que criticaran a sus personajes. Tiene razón. Bajó la persiana. Pero dice su hija que conserva un archivo donde, con una marca roja, explica que ese texto, en caso de que muera, debe corregirse antes de publicar. Y con una marca azul, que está corregido y listo. Los colores de las dos pastillas que Morfeo le ofrece a Neo.
Hoja de vida
Jerome David Salinger nació el 1º de enero de 1919 en Nueva York. Comenzó su carrera literaria escribiendo relatos para revistas de esa ciudad.
Entre sus primeros textos destacan el relato “Un día perfecto para el pez banana”. Su trabajo se vio interrumpido por la Segunda Guerra Mundial. El guardián entre el centeno, su primera novela, fue publicada en 1951.
Después de haber obtenido la fama, se convirtió en un eremita. Se mudó a Cornish (New Hampshire), donde siguió escribiendo historias que nunca publicó.
Historia de una foto
Finalmente, un paparazzo pudo fotografiar a uno de los mitos más imprevisibles del siglo XX: Jerome David Salinger. Salinger había conseguido huir durante muchos años del asedio de los reporteros gráficos, pero fue cazado mientras paseaba con su esposa por las calles de Cornish, en Nueva Hampshire, donde vive desde 1953 en una casa en lo alto de una colina con vista al río Connecticut, protegiendo celosamente su vida privada y agitando, si es necesario, un fusil contra los intrusos.
Calzando zapatillas deportivas, el escritor fue inmortalizado en los primeros días de julio de 1998 junto a la joven Coleen O’Neill. El fotógrafo, Paul Aldado, acampó en Cornish con la promesa de no irse hasta haber obtenido la deseada foto del viejo.Y la consiguió. La fotografía fue publicada por el New York Post, y en ella se ve a un hombre anciano, de cabellera plateada y anteojos, pero todavía bastante en forma.
Salinger tenía entonces 79 años. Hacía algunos meses había cambiado imprevistamente de idea y renunciado a reeditar una novela, Hapsworth 16, 1924, obra con la que habría roto un silencio literario que ya llevaba más de 30 años. Hapsworth fue la última obra publicada por Salinger; el escritor la había concebido en forma de carta que su héroe Seymour Glass, a los siete años, desde una colonia de vacaciones, les escribe a sus padres. Seymour se suicidaba en el relato Un día perfecto para el pez banana, incluido en la recopilación de relatos cortos Nueve cuentos. También aparece en otros libros de Salinger, como Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, y es aludido varias veces en Franny y Zooey. Hapsworth había sido publicada en 1965 por el New Yorker, pero en 1997 una pequeña editorial de Virginia, la Orchises Press, había anunciado que quería volver a editarla.
Hace algunos años, después de que un estudioso escribió una biografía suya no autorizada, Salinger se vio obligado a exponerse en público. Lo querelló, pero tuvo que presenciar el proceso, mostrándose a la curiosidad de los medios. Esta fotografía de julio de 1998 es la última imagen que poseemos de Jerome David Salinger.


Artículo 2: De CARLOS GAMERRO

Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso."

Cincuenta años atrás, la primera oración de una novela le hablaba así a su lector. Así, en singular, ya que El guardián en el centeno no se dirige a un público, sino a vos, personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo el tiempo mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablás con tus amigos (o mejor aun: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos) y que jamás habías apreciado del todo —jamás habías podido valorar estéticamente, y por lo tanto defender- porque nunca lo habías podido contemplar en la página impresa de un libro. El protagonista, que pronto nos dirá su nombre, Holden Caulfield, te va a contar, a vos, la historia de su última Navidad, cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela preparatoria Pencey y deambuló, solo, por su ciudad, Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando incluso su propia casa a escondidas, en la noche, como un fantasma.

Hay algo que Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás como él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos —y si no lo hacés en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de verte obligado a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el contemporáneo Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca nada) que te sentís obligado a responderle de la misma manera, y preferís cambiar vos, antes que disentir con él—.

La novela podría suponerse escrita por un adolescente como Holden salvo por un rasgo que la delata: un adolescente al escribir tendería a impostar las formas del discurso adulto, serio, saturando su estilo de clichés rimbombantes, de abstracciones altisonantes y formas poéticas pasadas de moda. Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo. El estilo de El guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con otros jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas del habla adolescente, podría lograr. Con 32 años de vida, J. D. Salinger había crecido en Nueva York, asistido a una academia militar, participado en el desembarco de Normandía, interrogado prisioneros alemanes y, una vez regresado a su ciudad (la única de su literatura), publicado un puñado de cuentos perfectos en la revista The New Yorker.

Durante la guerra pudo conocer a Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga de relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos sobre Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro, lo que interesa a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no tanto la experiencia extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad de posguerra, la más represiva e intolerante de la historia norteamericana: la época del complejo militar-industrial de Eisenhower, del macartismo, del primer intento de suicidio de Sylvia Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden Caulfield, del suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes, una época imposible.

Los jóvenes —los adolescentes, los teenagers— no existieron desde siempre y en todas partes: su invención es reciente, tuvo lugar en los Estados Unidos, y en los años 50. Basta mirar el cine o la publicidad anterior para comprobarlo: cada jovencito, en su vestimenta, corte de pelo, su aura en suma, es un cloncito de su papá y cada muchachita, de su mamá. Si algo los distingue de los progenitores es su carácter incompleto, no terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos") que dirigen al adulto. Pocos años después la ropa, la música, el cine, la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo se han vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, o acaso a algún adulto que siga manifestando suficientes rasgos juveniles, exteriores o interiores. La cultura joven se define ahora positivamente, por rasgos propios y por oposición (no aspiración) al mundo de los adultos. Hace 50 años, los jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos frentes y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la música con Elvis Presley y en la literatura con J.D. Salinger.

El fenómeno de la invención de los jóvenes y su cultura tuvo ese rasgo norteamericano de congeniar la rebelión contra el sistema con las demandas del mercado. Los jóvenes se rebelan y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial y surge la cultura joven como cultura de consumo (tal vez una de las más lucrativas de las últimas décadas).

En los 50 y en la literatura, la invención de la cultura joven tuvo dos vertientes fundamentales: Salinger y los beats. Salinger representa sobre todo la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes como muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y luego a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale, Princeton y otras). La estética de Salinger es esencialmente aristocrática, aunque se trate de una aristocracia de la sensibilidad más que del dinero. Sus personajes son demasiado buenos, demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose (Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra posterior se plantean el problema:"¿Cómo puede un individuo excepcional vivir en un mundo mediocre dominado por cretinos?".

Exasperado por la ineptitud y la soberbia de sus críticos, se retiró del mundo primero, a una granja rodeada por un muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de ahí en más todo contacto con lectores y periodistas —lo cual tuvo el paradójico resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar de Abenjacán el Bojarí, ese personaje de Borges que construye un laberinto para esconderse de su perseguidor y lo que logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto un centro de peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor en una de sus escasas excursiones al mundo exterior. (En ese sentido Thomas Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha sido más consecuente, o menos histérico: nunca se dejó ver, y para esconderse, eligió el lugar indicado: el laberinto de Nueva York).

Este retiro de su persona de la escena literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60, Salinger se negaría a publicar lo que escribía, situación que se ha mantenido hasta el presente. Los beats, que completarían en los 50 la educación de la primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más democrático y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos susurran en el oído: "vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque lo susurren en el oído de todos nosotros), los personajes de la literatura beat, entre los cuales se cuentan en primer lugar los propios autores beat, nos dicen: "yo soy como todos, y todos pueden ser como yo". Entre el Holden Caulfield de Salinger y el Dean Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los squares, los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos incompletos).

Si, como sugiere Harold Bloom, Shakespeare inventó lo humano tal como lo concebimos hoy, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo, Dickens inventó a los niños, y Salinger, Kerouac y Ginsberg, a los jóvenes.

Fue, sobre todo, como los son siempre los aciertos de la literatura, un truco del lenguaje. El largo monólogo en primera persona de Holden Caulfield es vívido a fuerza de originalidad y precisión, pero en él abundan todos los "vicios" del lenguaje adolescente: repetición de ciertas muletillas (and all, or anything, crazy y corny son algunas de las más frecuentes), vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y el slang.

El logro de Salinger consistió en hacer del vicio, virtud; en darse cuenta de que allí había una estética. Aunque más que de un léxico se tratara de una música, un ritmo —complementado además por una ética: la de un autor que nunca se coloca por encima del lenguaje de su protagonista: nunca nos da la sensación que las palabras de Holden adolescente estén puestas entre comillas; nunca su modo de hablar está tratado como objeto pintoresco que el autor-antropólogo observa y exhibe a nuestra indulgente consideración; no hay, en las 220 páginas de la novela, una sola nota falsa—. Lo más sorprendente es ver que su lenguaje no ha envejecido (el peligro más insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial). Más que interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe para las sucesivas generaciones de adolescentes que todavía hoy, 50 años después, se siguen identificando con el protagonista.

De todas las palabras clave que marcan el compás de la novela, quizá la dominante sea la palabra phoney, que participa de nuestros significados de "trucho", "falso", "careta", "hipócrita" sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de phoney es la vara con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino de sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte en el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los primeros jóvenes), del mundo de los adultos. Y se convierte además en la cualidad fundamental de la obra: no tanto como contenido sino como rasgo de estilo. De manera similar, El cazador es sincero no porque lo que dice la obra sea lo que el autor piensa (Salinger no concede reportajes ni escribe artículos, así que no podemos saber qué piensa), sino porque reconocemos, en la voz del personaje, todos los acentos de la sinceridad.

La obra de Salinger nos entrega una estética (que algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía (que básicamente sigue a los maestros zen), nos ofrece la membresía de un exclusivo club del gusto y, a contracorriente de mucha literatura moderna y posmoderna, dedica gran parte de sus energías a proponer una pedagogía. Para Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta verdad el punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana. No a otra cosa se refiere el título de esta novela: Holden, cuando tiene que definir qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un grupo de niños jugando en un campo de centeno, al borde de un precipicio, y entre los niños y el precipicio el propio Holden, listo para atrapar a cualquiera que esté en riesgo de caer. El guardián en el centeno no los retará, ni siquiera los aleccionará sobre los riesgos de jugar al borde del abismo, simplemente los atrapará antes de que caigan. (Lo cual, dicho sea de paso, revela lo obtuso de traducir el título The Catcher in the Rye como El cazador oculto. Incluso "guardián" es insuficiente, ya que catcher se refiere al que atrapa la pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el catcher en el centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños usará el guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba sus poemas favoritos). La educación actual, para Salinger, consiste en destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita desarrollarse sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen: los niños no son una posesión de los padres: son huéspedes en la casa y deben ser tratados —honrados— como tales. Fuera del mero cuidado físico, toda educación es deformación e interferencia.

Se ha repetido hasta el cansancio que los personajes literarios son meras ristras de palabras, que no tienen existencia real fuera de la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de Shakespeare. Salinger creía en la realidad de sus personajes, y una de las maneras de demostrarlo fue otorgándoles la capacidad de seguir viviendo en los intervalos entre un libro y otro: sobre todo en la saga de la familia Glass, a la que se dedica por entero tras concluir, en El cazador, la de los Caulfield. Salinger no toleraba la crítica, pero al parecer lo que le molestaba no era que lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran a sus personajes. Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que iba a ser su primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba loco". La necesidad de proteger a sus personajes de la incomprensión del mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no publicar las nuevas historias que escribía.

Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la literatura, siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una fascinación no exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no publicar es, en un escritor consagrado, o un insulto hacia sus lectores, o una todavía más imperdonable coquetería. No resulta difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente el momento de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables best-sellers que se habrán acumulado a lo largo de 40 años de productiva reclusión. Quizás Salinger, decidido a dar batalla hasta el final, haga verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que caigan en manos de ese otro fuego peor, el del infierno que son los lectores. Su actitud parecería alinearse con la de ciertos personajes de Borges, como el escritor de "El milagro secreto" o el sacerdote de "La escritura del Dios": la perfección de la obra o del saber son inmanentes, no necesitan salir al mundo exterior para verse confirmados: Dios, al menos, los habrá leído y comprendido. El ideal de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien a quien puedas llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner pasan la prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal relación entre vida y obra: Salinger pasó la prueba —con sobresaliente— convirtiéndose en el autor al que todos querían llamar, y terminó recluyéndose en un monasterio para uno, rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar, justamente para que dejaran de llamarlo.